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Columna
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'La Biblia del Oso'

En la carretera entre Sevilla y Santiponce, poco antes de que se avisten los cipreses de Itálica, se desmigaja un edificio melancólico con un gran escudo, que parece el escombro de un viejo palacio imperial. Pero no es un palacio, sino un convento: San Isidro del Campo, antigua sede de la Orden de los Jerónimos Observantes. Aunque hoy el edificio resulte penoso, su indigencia se aviene bien con las intrigas y ataques de que fue protagonista. San Isidro del Campo constituyó, durante el siglo XVI, uno de los focos más activos de protestantismo de todo el país. Los monjes que lo habitaban se llamaban a sí mismos Ermitaños, formaban una secesión de los Padres Jerónimos fundada en 1429 y pretendían seguir rígidamente el austero modo de vida del santo que los patrocinaba. En el verano de 1557, la congregación decidió huir a Ginebra, hostigada por las amenazas de las jerarquías españolas y temiendo que el paso de las palabras a los actos estuviera demasiado próximo. Once o doce de ellos lograron llegar a Suiza con sus familias, después de un largo periplo a través de montañas, caminos y poblaciones en que evitaban a las autoridades. Otros no fueron tan afortunados: 40 de los monjes sirvieron para dar esplendor a cuatro multitudinarios autos de fe celebrados entre 1559 y 1562, y la casa de Isabel de Baeza, que servía para reunirse a los adeptos a las ideas reformistas, se arrasó, quemó y borró, llegándose incluso a sembrar sal bajo las cenizas del solar. Pero la lengua castellana tuvo suerte; entre los fugados se hallaba Casiodoro de Reina, un erudito sevillano que había ingresado en la orden unos años antes y que se caracterizaba por predicar el sermón de la misa en lengua vernácula: costumbre peligrosa que podía hacer a los feligreses entender la palabra de Dios en vez de obedecerla.

Dios no exige que lo comprendamos, ni siquiera que lo amemos, sino que reconozcamos su fuerza: éste fue el principio que mantuvo férreamente la Iglesia Católica durante todos los oscuros años de la Contrarreforma. Pero Lutero primero, y Casiodoro de Reina luego, compararon la Biblia, un libro escrito con letras, con el mundo, el otro libro hecho de símbolos que Dios había redactado, y postularon que todo creyente debe poder gozar del privilegio de interpretar ambos. Traducir las Escrituras era un delito capital, que llevaba parejas la excomunión y la muerte. Durante más de diez años, desatento a las órdenes de busca y captura que se dictaban contra él, Casiodoro vagó entre Estrasburgo, Francfort y Basilea, entregado a la tarea de volcar al español el lenguaje seco y terso de la divinidad. El resultado se publicó en esta última ciudad en 1569, y se llamó la Biblia del Oso, debido al emblema del impresor, un oso que arranca un panal de miel de la copa de un árbol. En 1602, la Biblia se había agotado y era difícil de encontrar como un hombre honesto: Cipriano de Valera, exegeta protestante, la reeditó con muchos añadidos y notas. Hoy se celebra el 400 aniversario de aquella gesta que entregó la literatura de Dios a los españoles; de su belleza, coherencia y pudor puede dar fe cualquiera que se acerque a esta traducción primera que luego oscureció la pesadez de las versiones canónicas.

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