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Columna
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Inmigrantes

Rosa Montero

Ruge la fiera que llevamos dentro, y ruge de manera más ensordecedora cada día. En las oficinas, en las antesalas de los dentistas, en las colas de los cines, todo el mundo habla de los inmigrantes, de lo raros que son los inmigrantes, del miedo a los inmigrantes. La mayoría de los que se expresan así no han sufrido ningún problema real con ningún extranjero, pero su temor es auténtico, es un miedo primario y ancestral, propio de bestezuelas territoriales. Que es lo que somos los humanos. Y al calor de esta inquietud engordan los partidos neofascistas.

La inmigración es uno de los temas esenciales del siglo XXI. Nuestro futuro depende de que sepamos resolver o no este conflicto. Porque, desde luego, es un conflicto. Una llegada masiva de inmigrantes puede hacer reventar una sociedad; de manera que, aunque la libertad de movimiento sea un derecho fundamental del ser humano, la realidad nos obliga a poner fronteras, y barreras en las fronteras, y cuotas de admisión. Medidas todas ellas claramente indignas; pero es evidente que no se puede dejar entrar a todo el mundo, o acabaremos degollándonos unos a otros.

Los inmigrantes son un verdadero lujo para una sociedad. En el 99% de los casos, esos extranjeros son lo mejor de cada país: personas con iniciativa y con coraje que vienen dispuestas a trabajar duro, tipos responsables que arrostran situaciones dificilísimas para sacar adelante a sus familias. Gentes estupendas que enriquecerán la tierra de acogida. Lo malo es lo que luego hacemos con ellos. Lo sucedido en El Ejido es un ejemplo de nuestra estupidez: a estos inmigrantes que intentan salir adelante decentemente no se les puede tratar como apestados, y hacinarlos en galpones inmundos a muchos kilómetros del pueblo, sin autobuses, sin manera de comunicarse con la sociedad española. Se les marginaliza, en fin, se les deshumaniza y a la postre se les criminaliza. Sí, por supuesto, claro que hay una relación numérica entre delitos e inmigrantes: como la hay entre delitos y pobreza. Les empujamos al gueto social y la frustración y luego nos asombramos de que cometan actos ilegales. Pero cuando vinieron, ellos, lo mismo que nosotros, tan sólo aspiraban a ser felices.

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