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Columna
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Tecnoamor

Nuestro mayor poder sobre los demás proviene de vislumbrar, mientras nos tratamos, qué pensamientos y emociones alberga el interlocutor y cómo conducir su desarrollo en nuestro provecho. Quienes poseen esta extraordinaria facultad pueden introducirse en el mundo ajeno y bucear allí en busca de sus mejores piezas. Vencer al otro, apoderarse del otro, empieza por conocer su argumento secreto y, netamente, su vulnerabilidad emocional por donde, al cabo, nos rendimos. Esto lo han sabido incomparablemente mejor las mujeres cuya estrategia relacional se ha provisto de estos factores con mayor riqueza y asiduidad. Igualmente, la mayor empatía respecto a los demás les ha permitido lograr enlaces personales de alta calidad e intercambios más duraderos e íntimos. Los hombres, por su parte, han privilegido el raciocinio, la inteligencia y todas esas cosas más abstractas.

Pero lo nuevo, ahora que todo se contagia de mujer, es que una conquista tan varonil en tecnologías de vanguardia como la inteligencia artificial ha sido doblada por el alza de las máquinas sintientes. Máquinas femeninas que se relacionan no a través de la mente, sino del corazón; no jugando con la sinapsis, sino con la cara. En San Diego, donde ha comenzado la generación de estas supermáquinas femeninas y gracias a un hispano llamado Javier Movellan, las llaman 'ordenadores afectivos'. Son capaces de averiguar nuestro estado de ánimo por mucho que queramos disimularlo, gracias a que han tratado ya con 100.000 rostros y son capaces de escanear a razón de 30 facetas por segundo una expresión. No le hará falta a ningún psicólogo ser perspicaz, la máquina a su lado se comporta como suelen hacer nuestras mujeres. Nos dicen de verdad cómo es éste o aquél, quién le inspira confianza y quién no, quién es apto para hacer juntos un viaje de varios días o para ir a un sushi bar. Las máquinas afectivas son las máquinas que se echaban en falta al lado de aquellos artefactos tan machos obsesivamente dedicados a jugar al ajedrez. Estas máquinas juegan a conocer el amor, a tratar emociones, a considerarnos no como chismes impávidos, sino como carnes blandas que se conmueven, ríen, o pueden echarse a llorar.

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