Derecha europea y nacional-integrismo
El giro a la derecha en la vida política europea es un hecho. Los resultados de las elecciones en el Estado federado de Sajonia-Anhalt, donde la CDU ha batido ampliamente al SPD, son una confirmación más. La dominación socialdemócrata durante la década pasada esta siendo sustituida por una reemergencia de los partidos conservadores y de centro-derecha. Lo que si sucediera en el marco de la alternancia normal en los regímenes democráticos no tendría nada de inquietante. Pero ocurre en un contexto en el que a la descalificación de la política y de sus líderes y al rechazo cada vez más amplio del actual funcionamiento democrático, se agrega la banalización de la extrema derecha y su admisión en el club de los partidos democrático-parlamentarios. En Italia, Austria, Dinamarca, Flandes, Rumania, Países Bajos, Suiza, ahora Francia, han aparecido formaciones políticas con una consistente estructura militante y con una notable presencia electoral, situadas en la derecha extrema y con ciertos núcleos y maneras residuales fascistas, pero que hoy no corresponden ni a los contenidos ni a los modos tradicionales del nazi-fascismo, sino a lo que Edgar Morin ha calificado de nacional-integrismo.
Todos ellos, y buena parte de su electorado, se sitúan, como ha dicho Le Pen, en la derecha económica o, para llamarla por su nombre, neoliberal. Neoliberal de uso interior y antifiscalista, como prueba el analisis pormenorizado del voto lepenista en la segunda vuelta de las pasadas elecciones presidenciales, en la que los feudos del candidato liberal Madelin -los distritos 8°, 16°, el barrio de Neuilly etc.- han votado a la extrema derecha. Neoliberal en su afan y prisa por desmontar los servicios públicos y de seguridad social en todos los países en los que participan en una coalición de gobierno. Todos ellos responsabilizan de la inseguridad física, y sobre todo vital -ese futuro oscuro y amenazador-, al extranjero, en especial de color, y a los agentes exteriores -Europa y mundialización-; de ahí que la xenofobia y la negación del extranjero sean uno de los núcleos más irrenunciables de su ideología y que la presión migratoria en Guayana, Martinica, Reunión y Guadalupe haya multiplicado por dos o por tres los votos de Le Pen. Todos ellos reclaman la instauración de una autoridad fuerte en el seno de nuestras sociedades, a las que la fragilidad del Estado, la impotencia de las instituciones y el primado de lo permisivo han dejado inermes e indefensas. Todos ellos hacen de la nación la piedra angular de su construcción ideológica, y de la revindicación de la soberanía nacional, la primera exigencia de su política. Esto explica el trasvase masivo de los votos del soberanista Pasqua a Le Pen, en la región Provenza-Alpes-Costa Azul, en las elecciones del último domingo. Si añadimos que el hiperindividualismo del modernismo tardío no ha generado más respuesta que el confinamiento en los guetos corporatistas, es inevitable que la pertenencia nacional se viva de forma excluyente y agresiva.
Tanto más cuanto que los procesos de integración macrorregional y las tendencias mundializadoras son percibidas como un peligro permanente para su simple existencia. Muchos de estos rasgos del nacional-integrismo se encuentran in nuce en la mayoría de los partidos europeos de la derecha y en algunos de la izquierda porque responden a comportamientos políticos propios de la sociedad mundializada de masas en este inicio del siglo XXI. Detener la contaminación a que está sometiendo a la vida política, así como su progresivo acceso al poder democrático, es la primera tarea de los demócratas.Por eso hay que agradecerle a Chirac que, contrariamente a lo sucedido en Austria, Dinamarca e Italia, haya sabido aislarla en las elecciones presidenciales. Ahora bien, de Le Pen van a depender los resultados en 237 circunscripciones electorales. ¿Serán los partidos de la derecha capaces de resistir a la tentación de ser elegidos con los votos de la extrema derecha? El 16 de junio lo veremos.
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