Elegante
Elegante y exquisito. Así se mostró Haitink ante el público del Palau. Suaves reguladores hacia el pianissimo en el Adagio inicial, delicadas respuestas a los violines por parte de la flauta y de la cuerda grave, integración de los solistas en el tejido sinfónico sin subrayar el carácter concertante que podrían presentar aquí, precioso aleteo de la cuerda en los primeros compases del Finale: todos esos trazos -por sólo citar algunos- sirvieron para dibujar un Haydn prácticamente perfecto, irreprochable, con todas las cosas en su sitio... excepto ese punto de vigor y esos atisbos de rusticidad que el músico de Rohrau parece exigir imperiosamente, y que sólo raras veces -Sigiswald Kuijken lo consiguió la temporada pasada en la misma sala- se presenta unido a la delicadeza y la gracia dieciochesca.
Bernard Haitink
London Symphony Orchestra. Obras de Haydn, Bartók y Brahms. Palau de la Música. Valencia, 8 de mayo de 2002.
Algo parecido sucedió con Bartók. Hubo excelentes solos en todas las secciones de la orquesta, comenzando por el fagot (que ya había tenido un destacado protagonismo en Haydn) y acabando con los metales, sin olvidar las sonoridades exquisitas de la cuerda. La batuta llevó perfectamente el contrapunto entre los dos grupos del metal (trombones, trompetas y tuba por un lado, trompas por otro), sin que se le escapara de las manos la complejidad rítmica que entrañaban ciertos pasajes. La London Symphony Orchestra fue un instrumento perfecto bajo las órdenes del holandés, que también supo subrayar, en esta partitura, todos los anticipos del Giuoco delle coppie bartokiano. Pero de nuevo aquí se echó a faltar un punto de espontaneidad. La música de Béla Bartók, especialmente la que hunde tan claramente sus raíces en el folclore, es algo más arisca, algo más abrupta, algo -o bastante- más ácida. Dentro de la concepción de Haitink, sin embargo, el control se llevó hasta el milímetro y los resultados fueron algo más dulces de la cuenta.
Variaciones
La Cuarta Sinfonía de Brahms tuvo sus contradicciones. El anhelante tema inicial se presentó con suma suavidad, y en la reexposición lució con tintes casi wagnerianos. Los remansos líricos del primer movimiento fueron, quizás, excesivamente tranquilos, pero sirvieron a la batuta para enlazar con el carácter estático que había diseñado para el Andante. El Allegro subsiguiente, sin embargo, pareció algo atropellado y sin demasiada relación con el resto. Por último, en el movimiento final la sección de metales brilló de nuevo, y no sólo en la presentación del tema atribuido a Bach. Haitink, por su parte, demostró su capacidad para dar un color diverso a cada una de las treinta variaciones.
Con todo, el sustrato más profundo de esta sinfonía quedó algo escondido porque, al igual que en las dos obras anteriores, se eligió una lectura preciosista, ponderada y sin aristas, a la que no cabe negarle la belleza. Aunque sí puede preferirse una cierta sacudida del espíritu, máxime en los tiempos que corren.
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