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Columna
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El fútbol como pensamiento

A Pim Fortuyn, el líder ultraderechista holandés recientemente asesinado, se le atribuía el mérito de la claridad. Pero no es bueno confundir la claridad con la simpleza. Afirmar, como hacía el extremista holandés, que la cultura del Islam está atrasada, es como no decir nada. No voy a poner el grito en el cielo, como hacen algunos, por una afirmación de esa índole, sino que me limitaré a alzarme de hombros: bien, supongamos que tuviera razón y que esté atrasada, ¿y qué? Podríamos hallar argumentos para decir lo mismo de la cultura cristiana, siempre a remolque de una cultura secular que ya no podemos identificarla con ella, sin que eso nos dé pie para aplicarle el programa de extinción que Fortuyn gustosamente hubiera aplicado a los musulmanes.

La modernidad, a la que tanto le gustaba adherirse al holandés, es implacable, pero es imprevisible y compleja, y capaz de domesticar y poner a su servicio a la cultura más resistente. Ese es el reto que se le presenta al Islam si quiere sobrevivir y es también el reto que ha de afrontar la modernidad occidental por pura necesidad. Si la religión cristiana aún mantiene roces y tensiones con la cultura secular, que nació en su seno, el proceso de adaptación y convivencia del Islam será mucho más arduo por ser más extraño a aquella, pero será necesario. Y lo será por una sencilla razón: porque los musulmanes que emigran a Occidente no lo hacen para convertirse al cristianismo, ni para dinamitar una cultura que les resulte insidiosa, sino que lo hacen para acogerse a la modernidad, para ser modernos. He ahí un radical y primer impulso de autonomía que Occidente no puede frustar, a nada que quiera escapar a un futuro unilateral y maniqueo. En un futuro de esas características, Europa se hundiría también, y los acontecimientos de estos últimos días son ya síntoma de su zozobra. Si pensamos en el mundo, y conviene que lo hagamos, y deseamos un mundo multipolar -y conviene igualmente que lo deseemos-, Europa está igualmente atrasada si es incapaz de superar las realidades nacionales, que se imponen ya como ideologías retrógradas y resistentes a la modernidad.

Llama la atención el proceso de reconversión de algunos ex marxistas, como el mismo Fortuyn. El marxismo encerraba ya en sí el germen de la exclusión y de la polarización maniquea, y parece que esto último imprimiera carácter: el burgués malo se vuelve bueno, y su nicho de maldad ha de ocuparlo algún otro, ahora mismo el inmigrante y, en especial, el inmigrante musulmán. Cierto que estos neoderechistas aportan como bagaje de su pasada experiencia un batiburrillo ambiguo que los vuelve confusamente atractivos. Y se apuntan además con contundencia a la extendida necesidad de la simpleza. Es a lo que hago referencia en mi título al hablar del fútbol como pensamiento. En un mundo cada vez más complejo, de destinos e identidades nómadas y reciclables, y que exige comprensión y no sólo vivencia -es decir, se vive en la distancia y no en la inmersión-, se buscan ámbitos de acogida que permitan el dominio de la realidad, por más que éste sea ilusorio: se trata de pasar del ámbito de la comprensión -o sea, de lo incomprensible- al de la inmersión, al menos en la vida cotidiana. Y el fútbol, como vivencia absorbente, puede ser un buen paradigma de lo que digo. Inmersión en la colectividad, definición de un nosotros frente al adversario, emociones primarias, inacabable cháchara sobre una realidad abarcable, presentada como discusión y hasta como teoría.

Naturalmente, estas experiencias educan y crean querencia, de manera que cualquier otra realidad que se ofrezca con esas mismas características puede hallar rápidamente adeptos. Claro que esas realidades resultan ser más ilusorias que el frenesí futbolero, pues pretenden lo que a éste no se le ocurriría soñar: extender al mundo el campo de fútbol. Francia, Holanda, con sus nosotros y sus inmigrantes, son un mundo abarcable y más seguro, pero son un fiasco. La realidad es inexorable y va por otro lado. Hoy se llama unilateralidad y potencia única, y división maniquea del mundo entre súbditos y fuerzas del mal. Ni Francia, ni Holanda pueden contrarrestar esa unilateralidad con una multipolaridad deseable. Europa sí, como también China. Y curiosamente, los inmigrantes pueden ser la argamasa necesaria para despertar a la trasnochada Europa. Pues conocen la modernidad no desde las gradas del campo, sino desde su realidad más dura: transnacionalidad, mutabilidad, reciclamiento, distancia, desamparo, etc., etc., etc.

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