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¡Vamos a por La Caixa!

La cajas surgieron como fundaciones, es decir, como personas jurídicas en las que prima el elemento objetivo: una estructura dirigida a la consecución de un fin. Nacieron como una organización concebida para la captación de los ahorros de las clases medias y populares, con el fin de fomentar la previsión, ayudar al desarrollo de la zona y destinar una parte de los beneficios a obras sociales. Las cajas son pues, desde su origen, auténticas empresas. Ahora bien, se trata de empresas muy peculiares: no tienen dueño. En efecto, nacen de la voluntad fundacional plasmada en unos estatutos, sin que existan accionistas propietarios.

La idea de fundación es tan vieja como nuestra tradición jurídica, por lo que no es extraño que se haya usado en el ámbito financiero. Pero lo que sí resulta llamativo es que, en España, las cajas representen hoy la mitad del sistema por el volumen de depósitos y algo menos por el importe de los créditos concedidos. El desarrollo de las cajas en las dos últimas décadas ha sido espectacular. La razón estriba en que se han ocupado de una parte del mercado -la banca de particulares- que, pese a ser desdeñada por los bancos, ha resultado la más rentable, pues al consolidarse las clases medias, las cajas se han beneficiado de la mayor riqueza de sus clientes. En 1996, las cajas obtuvieron por vez primera unos beneficios superiores a los de la banca. Este triunfo se fraguó a base de ofrecer a sus clientes lo que la banca no les daba en igual medida: confianza, sensación de pertenencia y un relativo mejor trato. Ello fue posible sobre la base del arraigo de cada caja en su respectivo territorio, en el que ha tejido una red de oficinas tan densa que resulta casi inexpugnable y le permite marcar, en cierto modo, las condiciones del mercado.

Con todo, este arraigo y desarrollo espectacular de las cajas en sus territorios no se explica si se hace abstracción de la entraña profunda de la realidad española, pues -como ha destacado David R. Ringrose- el ámbito del Estado español se descompone, históricamente, en distintas redes formales e informales que articulan los diversos espacios territoriales, económicos, sociales e institucionales subsistentes en su seno. Así, distingue en la España moderna cuatro sistemas, integrados a su vez por diversos subsistemas menores: el sistema urbano mediterráneo, vertebrado en torno a Barcelona y que abarca hasta la Andalucía del Este; el sistema del Cantábrico, con su centro en Bilbao y subcentros en Santander y A Coruña; el sistema de León y las dos Castillas, que alcanza hasta Extremadura y La Mancha, y, por último, el sistema de la Andalucía del Guadalquivir, que se articula en torno a Sevilla y Cádiz. En resumen, España nunca ha constituido una espacio económico tan uniforme como Francia. Sin ir más lejos, el Estado español nunca ha consumado la unidad de caja, dada la subsistencia de los regímenes forales vasco-navarros. Históricamente, Madrid se ha asemejado más a Viena que a París: ha sido la capital administrativa, pero no económica, de un Estado cuyas zonas más desarrolladas estaban en su periferia. Pues bien, en este marco de fragmentación de los espacios económicos, las cajas han ejercido el protagonismo financiero en sus respectivos territorios. El ejemplo de La Caixa, en Cataluña, exime de mayores comentarios.

No es extraño, por tanto, que las cajas sean hoy un refulgente objeto del deseo. Contribuyen a ello dos factores:

1. El proceso de globalización e internacionalización de la economía española, que genera la necesidad de articular grandes instituciones financieras. Según muchos, esto obliga a plantearse -en el ámbito de las cajas- o bien su privatización, como paso previo para su ulterior integración en un gran grupo financiero privado, lo que supondría su desaparición, o bien la fusión de varias cajas ubicadas en distintos territorios, lo cual comportaría su desnaturalización.

2. La progresiva concentración de poder financiero en Madrid, que ya no es aquel poblachón manchego, mezcla de Navalcarnero y Kansas City, al que se refería Cela, sino la sede de un sólido conglomerado político-financiero-funcionarial-mediático, que aspira a ejercer la hegemonía peninsular. Un episodio como la reciente defenestración de la crepuscular burguesía vasca de su banco -el BBVA- constituye un buen ejemplo de este implacable proceso, en el que pueden insertarse maniobras preparatorias como la anunciada disposición de la futura Ley Financiera que supondría el cese de Josep Vilarasau, artífice de la expansión de La Caixa y guardián de su independencia. 'Vamos a por las cajas' es la frase que -usando el brioso estilo del presidente José María Aznar- resume mejor la situación.

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Ante ella y desde una perspectiva catalana, deben fijarse algunas ideas: 1. Cataluña es una nación porque reivindica su autogobierno. 2. El autogobierno implica la autogestión de los propios intereses y el autocontrol de los propios recursos. 3. El autocontrol de los propios recursos supone asumir la administración fiscal y disponer de instituciones financieras propias. Y, en el marco definido por estas ideas, procede deducir dos conclusiones: que la privatización de las cajas sería contraria a los intereses catalanes (por lo que se deberá ir con tiento si se regulan las cuotas participativas con derechos políticos), y que el régimen jurídico del gobierno de las cajas catalanas tiene que ser competencia exclusiva del Parlamento catalán. Se trata de ser o no ser.

Juan-José López Burniol es notario.

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