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LA CRÓNICA
Columna
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El hígado de J. R. Ewing

¿Por qué hay que llegar tan pronto al aeropuerto para coger un avión? Por seguridad, dicen, pero sospecho que se trata de una estrategia para que pasemos un par de horas matando el tiempo. Hace unos días, en el aeropuerto Charles de Gaulle de París, viví esta inútil experiencia del secuestro voluntario. Cumplí con el horario previsto por la compañía y, a la hora indicada, acudí al mostrador. El trámite de facturación y el control policial duraron siete minutos. Todavía me quedaban dos horas por delante. A los pocos minutos, y rompiendo con mi tradición silenciosa, entablé una conversación con una pareja de Madrid a los que atraqué para pedirles EL PAÍS que estaban leyendo. Llevaban un ramillete de muguete, esa flor que, en Francia, conmemora el Primero de Mayo. 'Lo hemos comprado en un tenderete del Partido Comunista. Así financian la campaña electoral', me contaron. Habían participado en una mani contra Le Pen y estaban muy esperanzados, así que ojalá esta noche el ramillete de muguete no se les marchite del susto.

Dos horas en el aeropuerto de París. Converso con unos madrileños que llevan muguete y hablo de Quebec con un señor. También encuentro las memorias de J. R. Ewing...

Más tarde, mi mirada se cruzó con la de un cuarentón bastante atractivo. Sonrió. Sonreí. ¿Habrá visto en mí lo que ellas nunca ven?, me pregunté. No. El tío se acercó y me recordó que, años ha, coincidimos en el Salon du Livre de Quebec. Me agarré a la palabra Quebec para matar la espera y porque la ciudad y el país que llevan ese nombre me encantan. En Trois Rivières, vi pasar una manada de patos en perfecta formación sobre un cielo del que incluso un daltónico podía apreciar la riqueza cromática. Fue un momento de una rara intensidad, asi que lo archivé en mi memoria y allí, en la terminal 2F del aeropuerto, volví a visualizarlo, mejorado con la banda sonora ideal: el Time on my hands (and you in my arms), en versión del Hot Club de Norvège. El tío dijo llamarse Gérard y me contó que iba camino de Lisboa. Hablamos del río de Quebec, del whisky de Quebec y de una pequeña editorial de Quebec, y él, muy amable, me recomendó los discos de Lynda Lemay, cantante de Quebec. En otra vida, quizá me habría marchado con él y le habría convencido para que nos fuéramos a vivir al bosque, entregados a una sexualidad activa y francófona. Pero no hay que dejarse engañar por el embrujo de los aeropuertos: salen demasiados vuelos para acertar con el bueno. Le hice caso, pues, y me hice con los discos de Lemay, de 34 años, de la que Aznavour dijo: 'Escúchenla, por favor'. En su mundo, alejado del intelectualismo mal atribuido a la chanson, pululan camareras acosadas por borrachos, madres arrepentidas de haber pegado a sus hijas, mujeres encallecidas por separaciones y embarazos no deseados, sombras que sueñan con corresponder a cuerpos de revista y un humor que sirve tanto para hacer un curso de quebequés como para confesar que cuando se enamora, Lemay comete la imprudencia de aficionarse a los mismos deportes que practican sus novios.

Pero la espera dio más de sí. En la librería de la terminal, encontré las memorias de Larry Hagman, el actor que encarnó a J. R. Ewing en Dallas, tituladas Hello darling. Resumen: Hagman nace en 1931. Su padre es un abogado tejano. Su madre, una actriz de musical. Hagman quiere parecerse a su padre y ser un auténtico vaquero tejano. Fracasa. Se traslada a Nueva York y comienza su carrera de actor. Trabaja mucho en teatro, menos en cine y bastante en televisión. Conoce a la que será su única mujer, la sueca Maj. Cronología de sus vicios: tabaco, alcohol, marihuana, LSD y más alcohol. En diciembre de 1977, lee el guión de Dallas. La serie se estrena el 2 de abril de 1978. Hagman la describe así: 'La abuela es una vieja puta. El abuelo un cabrón alcohólico. Mi hermano pequeño un mujeriego. Y yo, J. R., una mezcla de todos los demás'. Resultado: 380 millones de espectadores en 57 países. En Rumania, Nicolae Ceaucescu sólo autorizaba tres horas diarias de tele: dos de propaganda, una de Dallas. Villano por villano, los rumanos prefieren J. R. a Ceaucescu, un comunista que no se financiaba con muguete. Hagman bebe a una velocidad de tres botellas diarias de champaña. Consecuencia: cirrosis. Solución: trasplante. La operación dura 16 horas. En el quirófano, el cirujano interviene con la sintonía de Dallas como música de fondo. Hagman sale adelante y trabaja en distintas causas benéficas. Miro por la ventanilla. Un mar de nubes se extiende hasta el horizonte. Pienso en la pareja de Madrid, con su esperanza y su muguete. Y en Gérard, camino de Lisboa, como un pato. Leo a Hagman: 'Cada noche, millones de personas están en sus casas mirando una buhardilla, y en esa buhardilla salgo yo. Si no miraran la televisión, se meterían en líos, romperían escaparates, volcarían coches de policía. De algún modo, pues, contribuyo a que estén tranquilos. Y, al mismo tiempo, hago que se vendan coches, aspirinas, desodorantes y productos de higiene femenina. ¡Y pensar que incluso contribuí poco o mucho al hundimiento del bloque del Este!'. Si J. R. liberó los países del Este y Le Pen pretende liberar Francia, quizá debamos refugiarnos en los bosques de Quebec y escuchar las canciones de Lemay bebiendo champaña. Rozando el ala del avión, pasa un objeto volador identificado: es el hígado de J. R.

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