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Columna
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El virus

Definitivamente, somos cada vez más vulnerables. El atentado terrorista, el virus informático, el accidente de coche, la ruptura matrimonial. Si algo identifica a la sociedad contemporánea es la lucha por lograr mayores cotas de eficacia. Somos, queremos ser, fundamentalmente, eficaces.

Pero la eficacia tiene también su precio: de pronto descubrimos que vivimos en un mundo abrumadoramente inseguro. Lo que nunca consiguió un ejército convencional (bombardear los Estados Unidos) lo consiguen unos musulmanes armados con cuchillos. La facilidad de pasar un puente de tres días en la costa desencadena inevitablemente que cien o doscientos apremiados por el ocio dejen sus vidas en la carretera. Lo del virus informático se ha convertido en un calvario: si la quema de la biblioteca de Alejandría fue un hecho excepcional, cualquier virus de tercera desencadena cada día parecidas hecatombes en los discos duros de todo el planeta.

El precio de la eficacia se comunica también a nuestras vidas privadas. La forma que adopta la eficacia en las relaciones personales es la perfección, la obligación de construir en la biografía personal un argumento perfecto. Los padres y las madres ya no hacen lo que buenamente pueden: sienten la obligación de ser absolutamente ejemplares, de conseguir un mágico equilibrio entre educación, tolerancia, afecto, autoridad y muchos más imperativos que dicta para ellos la pedagogía. Si un matrimonio atraviesa una mala racha (aparte de generar escenas de mal gusto) lo más probable es que se disuelva. Parece que la imperfección no sólo nos avergüenza, sino que puede dinamitar en un instante todo lo conseguido durante años de paciencia, constancia y voluntad, porque las relaciones personales también se ven agredidas por virus diminutos. De pronto, (nadie sabe qué pasa) uno hace las maletas y deja a sus espaldas mujer y tres hijos. Las relaciones informales son aún más vulnerables: una pareja puede dinamitarse no ya por sutiles diferencias de carácter, sino porque uno de los dos interesados consigue un buen trabajo en otra ciudad. El virus adquiere todas las formas y cuesta trabajo creer en la estabilidad de cualquier proyecto.

El pasado 1 de mayo, el día del último atentado de ETA, no había mayor concentración de policía en todo el Estado que en los alrededores del estadio Santiago Bernabéu. Como la policía en cuestión no era la Ertzaintza (qué fácil habría sido entonces, en opinión de muchos, interpretar lo que pasó) la prensa no encontró razones para dudar de su intención. Quiero decir que aquella abigarrada tropa se esforzaba en hacer bien su trabajo, pero bastó el robo de un utilitario para reproducir en todos los televisores del planeta una imagen muy parecida a la del humo negro que emanaba de las Torres Gemelas. Eso también demuestra que los medios de comunicación, las nuevas tecnologías, nos hacen más vulnerables. La anécdota de un coche explosionado amplifica sus efectos gracias a la vertiginosa difusión de las noticias. El 11 de septiembre, el día del atentado en Nueva York, la televisión obró de transmisora del virus: el virus del miedo. Bush, de hecho, no sabía dónde esconderse.

Los aviones son rápidos, pero pueden desplomarse. Los ordenadores acumulan una enorme información, pero toda esa información puede desaparecer en un momento. Un imperio gobierna el planeta, pero una pandilla de fanáticos puede poner en cuestión toda su eficacia. Te compras una casa, la rehabilitas y, de pronto, tu chica o tu chico decide despedirse. Y entonces te encuentras solo, en la sala de estar, entre la televisión, y el DVD, y la cadena de música, y el teléfono móvil, y el sistema de alarma. Te quedas como un idiota, rodeado de mandos a distancia.

La empresa no es una excepción. En otro tiempo, un tipo con voluntad inquebrantable levantaba un taller y tras toda una vida de esfuerzo lograba consolidar una pequeña empresa. Ahora el mercado financiero precipita vertiginosas operaciones, compras de compañías, fusiones, alianzas financieras o societarias, hasta que un día se destapa un fraude millonario o una quiebra colosal y todo se disuelve como el humo.

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