El último tren
En algún momento de su destemplado paso por la vicepresidencia del Barça, Ángel Fernández dijo que el equipo tenía que aprovechar los trenes que pasaban camino del éxito. Era una obviedad, pero, llegados a este punto tragicómico de la temporada, la metáfora del tren describe bien la situación de una entidad que hoy decidirá algo más que una eliminatoria contra un Madrid ebrio de efemérides gracias a un subidón financiero que es a la economía lo que los anabolizantes a la salud. El Barça, en cambio, arrastra un déficit de autoestima del que se alimentan figurones, mediocres, un entorno castigado por sus propios excesos y ese miedo enfermizo a perder las mejores batallas. Se enfrentan, pues, dos tipos de grandeza.
La del Madrid, avalada por su vitrina y su bula gubernamental, se moderniza rebajando chulería a cambio de lucir un señorío de diseño. El club blanco cuenta con un presidente solvente en las formas y con un director general que aliña la solidez de su discurso con chorros de labia. La del Bar-ça, en cambio, es esclava de un modelo de representación falsamente asambleario, capitaneado por un ciclotímico anclado en la duda y la búsqueda del perdón por los constantes pecados que comete. Sus defectos, sin embargo, le sitúan a un nivel algo superior al de sus colegas merengues recientes. A Lorenzo Sanz, por ejemplo, se le atribuyó un amor por las timbas en el que Joan Gaspart nunca caería -prefiere los juegos de manos- y si Sanz presumía de no llevar calzoncillos los de Gaspart deben de ser, como mínimo, de acero inoxidable. Valdano es otra cosa, pese a que, repasando su mandato, uno no sepa ver mucho más que efectistas golpes de talonario. Eso sí: no tiene rival en elegancia y coherencia en la argumentación. Los responsables culés, en cambio, combinan la halitosis con los lamparones en la corbata, son maleducados y hablan por el móvil en medio de una comida a la que te han invitado y todavía no han aprendido a llevar su piel de nuevo rico ni a controlar el chusquero que llevan dentro. Pese a todo, representan a una entidad que, en sus horas más bajas, tiene un envidiable colchón de adhesiones. En Manchester animan más, en Milán intimidan, pero nadie se flagela como los culés ante la sequía de milagros. Nos movemos peor en la euforia, como lo demuestra que nuestro presi no pueda presenciar una victoria por miedo a sufrir un patatús o la frialdad que manifestamos hacia un equipo al que no soportamos que los demás critiquen, pero al que, a veces, nos permitimos el lujo de despreciar.
En esta eliminatoria, que muchos dan por perdida, el Barça está mejor situado que el Madrid. Si gana, arrambará con un grial simbólico que le situará en el andén más apropiado para tomar el tren de otra promesa y desactivará parte de la grandeza de su rival. Si pierde, iniciará una catarsis que, dado el mal rollo que venimos arrastrando desde la guerra santa entre el pragmatismo protestante de Cruyff y el puritanismo católico de Núñez, conviene reactivar. O sea: hacer un diagnóstico, operar e iniciar una nueva etapa con la ayuda de esa complicidad sociológica de la que otros clubes carecen. Pese a la pirotecnia que rodea el partido, corren tiempos agónicos para el futbol. La imposibilidad de TVE de transmitir el Mundial y las diversas quiebras de plataformas son el presagio de un cambio que transformará el negocio, pero no la esencia del juego ni lo que queda de su magia. Conclusión: el Bar-ça tiene billete de ida hacia la victoria y de vuelta hacia la derrota. En ambos casos, los culés salimos ganando. Podemos elegir el camino del progreso ilusionante para transformar nuestra historia desde el milagro de una victoria en el Bernabéu que confirmaría esa grandeza que, a veces sin razón, nos hemos atribuido o, por el contrario, perder con dignidad y enfrentarnos al reto de superar una crisis de la que una derrota contra el dichoso Madrid sólo sería, en caso de producirse, la gota que colma el vaso.
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