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Columna
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Los gafes

Ha decaído la superstición de los gafes, esas personas que llevan la mala suerte a los demás. Ahora, algunos veteranos de la vida pública intentan colgarle el sambenito a políticos o personalidades de cualquier rango, pero el adjetivo no cuaja porque se pasó de moda. Quizá fue italiana influencia, también en declive en aquella república de gente tan espabilada que podía caer en tan pintoresca aberración como la jettatura, el mal de ojo. En tiempos, era práctica habitual, entre los seguidores de ciertos equipos de fútbol, hacerse acompañar por un acreditado y eficaz brujo que desparramase la mala fortuna sobre la portería rival. Es cada vez menos frecuente la prevención de colocar beneficiosas ristras de ajo para resguardar la meta propia. Con el ocaso de las devociones religiosas han decaído también los fetichismos.

Viene esto a cuento por haber leído, con cierta profusión, artículos y panegíricos acerca de un escritor del siglo pasado, que siempre fue mentado como 'el innombrable'. Supongo que, pasado cierto tiempo, el aura maléfica se desvanece y puede citársele sin grave riesgo. Se trata de Juan Chabás, a quien intentan rehabilitar en el lugar destacado, que sin duda merece, con las gentes de la famosa generación del 27. No llegué a conocerle por cuestiones de la edad, pero escuché varias anécdotas sobre él y la malhadada circunstancia. Recuerdo la que le relaciona con la llegada a puerto -el de Barcelona o La Coruña- de un barco procedente de América, donde viajaba cierta personalidad a la que fue a recibir. Aseguraban que el majestuoso paquebote embocó la dársena haciendo sonar las graves sirenas y se fue a pique 50 metros antes de llegar al muelle, ante las miradas despavoridas del público, entre el que se encontraba el escritor. Contrajo matrimonio con la bellísima actriz Carmen Moragas, que había sido amante del rey Alfonso XIII, de quien tuvo dos hijos, y poco después caía una monarquía milenaria (salvo el año que duró la Primera República). Son fastidiosas coincidencias que debieron ensombrecer la vida de aquel hombre, hoy descubierto y jaleado por sus descendientes.

En los años de la posguerra civil fue tenido por gafe otro escritor, a quien sí traté, también desaparecido y, por tanto, impunemente referible: Juan Antonio Zunzunegui, siempre mencionado como 'Zeta-Zeta'. No ha tenido suerte póstuma, aunque era un más que notable novelista y sospecho que en la república de las letras se le vilipendió, no por su capacidad literaria, sino por ser hombre rico y eso se aceptaba de muy mal grado en esos cenáculos. Corre una historia que, como la mayoría, está mal citada y eso lo puedo certificar, porque me ocurrió a mí mismo. Fue una bochornosa tarde de verano madrileño, tras una fugaz tormenta, con intenso aguacero. Estábamos en el Café Gijón, donde transcurría la mayor parte de nuestra existencia juvenil. En mi mesa se sentó un poeta recién llegado, creo que de Canarias, y mostró, con legítima satisfacción, un libro dedicado por Zunzunegui. Como un estúpido supersticioso arranqué la página que contenía el autógrafo, apliqué una cerilla encendida y la eché desdeñosamente al suelo. La abundante lluvia anegó los sótanos del café, donde se almacenaba una importante cantidad de carburo, imprescindible en aquellos tiempos de restricciones eléctricas. Por la rejilla que había bajo nuestra mesa se cuela el papel ardiendo, que entra en contacto con los gases producidos al haberse mezclado el carburo con el agua. Un intenso fogonazo nos envolvió y yo fui despedido hasta el empedrado del paseo de Recoletos, sin otros daños que el magullamiento, las perneras del pantalón tostadas y chamuscado el vello de las piernas. Hoy creo que fue un providencial y justo castigo a mi estupidez. También se comentaba la peripecia del mensajero de cierto periódico que acarreaba las obligatorias galeradas a la censura. En la ocasión, con un artículo de 'Zeta-Zeta'. El desdichado metió la rueda de su bicicleta en el raíl del tranvía y se dio una considerable costalada. El maleficio no parecía mortal ni de tan devastadoras consecuencias como en el caso de Chabás, pero la malevolencia se encarga de urdir las difamatorias deducciones. Poco comprensibles los detalles, porque ya no hay tranvías, cuartilleros, ni carburo para los quinqués. Ni quinqués.

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