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LA COLUMNA
Columna
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La degradación democrática

Josep Ramoneda

EL MITO de la seguridad crece como coartada para no afrontar la crisis de lo político. Desde la noche electoral francesa, derecha e izquierda se agarran a este fetiche. Porque es más cómodo que preguntarse: ¿Por qué los partidos de gobierno pierden cinco millones de votos -tres y medio la derecha, uno y medio la izquierda? ¿Por qué Francia confirma lo que ya anunciaron antes Austria, Italia, Holanda, Bélgica, Dinamarca, el descrédito de la política institucional y el desplazamiento hacia el comunitarismo étnico? La derecha sigue por la pendiente del discurso de la 'tolerancia cero' y de la mano dura, que tan buenos frutos ha dado a Aznar, ejemplo en el que se miran los políticos conservadores europeos. La izquierda, al ver cómo por toda Europa se le mueve el suelo en el que creía estar firmemente asentada, puede fácilmente caer en la tentación de asumir tanto los tópicos de las 'sirenas contestatarias' (como decía Wievorka) como el discurso de la intransigencia, en puro mimetismo de la derecha.

Desde el 11-S, la seguridad ha suplantado a la doctrina de los derechos humanos en la ideología de Estados Unidos. Sólo que donde los norteamericanos ponen Al Qaeda algunos gobernantes europeos, encabezados por Aznar, colocan a la inmigración como fuente de la delincuencia callejera. De modo que el fetiche de la seguridad sirve para señalar -y separar- al otro. Es un modo soterrado de desarrollar el discurso lepenista de la 'preferencia nacional'.

La angustia de ciertos sectores sociales ante el tirón del bolso no es más que la cristalización de inseguridades y temores mucho más profundos. En Francia, el número de delitos de sangre permanece estable desde hace más de veinte años, y los delitos callejeros habían bajado un 5% en los últimos meses. El centro del problema está en otra parte: en el desamparo en que la ciudadanía se siente al ver en peligro la amplia protección social de que goza y a la que tiene derecho; en el desasosiego de las nuevas generaciones, que ya no pueden decir como sus padres que vivían mucho mejor que las anteriores; en la pérdida de los referentes culturales que estructuraban sus vidas que se desvanecen sin saber muy bien dónde están los recambios; en el descubrimiento de que ni siquiera Francia es lo que era y que no está muy claro quién defiende los intereses generales en esta Europa que sigue siendo por encima de todo un mercado; en la sensación de que los peligros se hacen globales y no se sabe por dónde pueden caer. Es todo esto lo que se proyecta contra el inmigrante y contra el chaval que roba la cartera o el teléfono móvil. Y son estas inseguridades -no todo el mundo tiene los recursos y potencialidades para lanzarse a tumba abierta a una lucha por el triunfo personal sin red, como exige la ideología dominante- las que hacen que la gente, a la vista de que ya nadie ofrece alternativas, se entregue en manos del populismo y del nacionalismo.

El euro parecía pasar impunemente: ahí están las resacas. La globalización ha metido al mundo por la vía totalitaria del 'todo es posible' y naturalmente ahora se pagan las consecuencias. Es una crisis de cambio, la segunda gran transformación, dicen algunos, que como todas ellas pasa por un desajuste en el equilibrio precario entre capitalismo y democracia. Éste -y el descrédito de la clase política- es probablemente el único puntos en común entre esta crisis y la de los años treinta. Por lo que quizá es más importante fijarnos en las diferencias: el bienestar de la ciudadanía es indudablemente mayor, aunque la aparición de bolsas de tercer mundo en el primero provoca angustia y desconcierto, pero sobre todo -y felizmente- en este momento no hay grandes promesas de absoluto que arrastren a las masas -ya fuera en nombre de Dios, de la clase, de la raza o de la historia-, con lo cual no es el totalitarismo la amenaza, sino la destrucción de la democracia por dentro, por el trabajo roedor del populismo y el nacionalismo. De ahí los desconcertantes comportamientos políticos de la ciudadanía europea: largos periodos presididos por la indiferencia son de pronto interrumpidos por súbitos movimientos kamikazes que parecen apuntar a la explosión del sistema.

Después del golpe volverá la indiferencia. Y con el paso de los meses, la izquierda seguirá sin entender por qué se le mueve el suelo -y buscando el modo de confundirse con la derecha para ganar elecciones- y la derecha seguirá parapetada en el ruido triunfante de la seguridad. La democracia se irá degradando. A nadie podrá extrañar que los sobresaltos se hagan cada vez más frecuentes.

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