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Columna
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El Payaso y el Principito

Pablo Aimar y Santi Solari, El Payaso y El Principito, volverán a jugar a vida o muerte en las próximas horas. Hasta entonces seguirán compartiendo una semana muy especial. En Mestalla, Pablo ha ensayado todas las formas posibles de mirar a cámara: de frente para reafirmar la lealtad al Valencia, de medio perfil para desafiar al Madrid y de reojo para meditar sobre el influjo de los árbitros. En Madrid, Santi se ha repartido entre el masajista y el traumatólogo: magullado, pero contento, ha cambiado cien veces de camilla y de postura, según días y horarios. Después habrá separado en su cabeza la Liga española de la Liga de Campeones. Sus conclusiones serán sin duda un poco ambiguas: ni la Liga está completamente perdida ni la semifinal de la Copa de Europa está completamente ganada. Como El Payaso, habrá vuelto a decirse que el futuro de los futbolistas siempre es imperfecto.

Pero sus analogías no terminan ahí. Por azares de la profesión, ambos han seguido un destino común. Sus carreras comenzaron en el River Plate, el equipo de los millonarios, una refinada escuela de deportistas que en su momento decidió abandonar el suburbio proletario de La Boca para mudarse a Palermo, uno de los cuarteles de invierno de la alta burguesía de Buenos Aires. En su etapa juvenil, ambos se formaron bajo la inspiración de Beto Alonso, el hombre de los mil caños, y de Enzo Francescoli, el antiguo maestro de Zinedine Zidane, así que desde muy pronto tuvieron un inconfundible aire de familia. Unidos por la prestancia y la genealogía, luego decidieron alistarse en alguna de las mejores academias de la vieja Europa, como esos hijos de indiano que se matriculan en Oxford para adornar el currículo y el pedigrí.

Es preciso aclarar, sin embargo, que a pesar de tantas analogías, ambos interpretan el oficio de manera diferente. Travieso hasta la extenuación, Aimar trata de explotar todas las paradojas del fútbol: con sus imprevisibles desmarques fuerza el espacio y el tiempo, con sus túneles por sorpresa desmiente la impenetrabilidad de los cuerpos sólidos y, en fin, con su juego relampagueante demuestra que en el tablero de la cancha la distancia más corta entre dos puntos no siempre es la línea recta. Santi Solari, en cambio, prefiere interpretar los partidos como un arqueólogo interpretaría un jeroglífico. Con una mezcla de paciencia y pasión los mira con lupa, decide si hay que atacar o replegarse, se convierte alternativamente en incendiario y en bombero y busca una razón de ser para cada minuto. No sólo sabe jugar la pelota: sobre todo, sabe jugar al fútbol.

Puesto que con ellos la Liga se viste de gala, seamos capaces de disfrutarlos. Admiremos al Príncipe, pero aplaudamos al Payaso.

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