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Columna
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Apátridas

NACIDO EL 23 de noviembre de 1920 en Czernowitz, muy poco después de que esta localidad de Bukovina dejara de pertenecer al ya desaparecido Imperio Austrohúngaro y pasara a formar parte de Rumania, el entonces así llamado Paul Antschel, judío, fue, por fuerza, políglota. Por familia, manejó el alemán y el yídish, pero, enseguida, por los avatares políticos antes descritos, a los que se sumaron pronto otros muchos, el nativo de Czernowitz, de cambiante destino, debió aprender el rumano, el ucraniano, el ruso y, tras la Segunda Guerra Mundial, el francés, pues, a partir de 1948, se instaló en París, donde vivió hasta que un aciago día de 1970 decidió arrojarse precisamente al Sena. De todas formas, este portentoso políglota, desde que se sintió poeta, jamás usó como tal otra lengua que el alemán materno. Nadie se lo explica, porque fueron los nazis alemanes los que asesinaron a sus padres y a muchos de sus parientes y amigos, y, de haberlo permitido el hado, también a él mismo, que se salvó por casualidad, no sin haber apurado la experiencia del horror hasta el fondo. Cambió de apellido, eso sí, adoptando el hoy mundialmente célebre de Paul Celan, pero conservó la lengua maldita de sus exterminadores para cantar. No es extraño que esta perplejidad marque, desde su mismo inicio, la biografía, Paul Celan. Poeta, superviviente, judío (Trotta), escrita por John Felstiner, donde, además, se nos cuenta cómo el poeta, cuando estaba recluido en un campo de trabajo, se enteró de que su madre, exhausta e inútil ya para toda labor, había sido fusilada. Corría el año de 1943, y Celan, herido en lo más íntimo, expresó su congoja en un poema, escrito en alemán, titulado, primero, Madre, y, después, Copos negros.

En el libro En el país de los dioses. Relatos de viaje por el Japón Meiji, 1890-1904 (El Acantilado), su autor, otro apátrida y políglota, Lafcadio Hearn (1850-1904), de madre griega, padre irlandés y esposa japonesa, nos relata su conmoción, cuando, cierto día, ya residente y nacionalizado en el País del Sol Naciente, oyó cantar a una fea, miserable y ciega cantante callejera, dotada de una voz de sobrecogedora belleza. ¿Todavía estaba quizá oyendo su voz, cuando, años después, sintiéndose morir, Hearn, que había cambiado su nombre por el de Koizumi Yakumo, pronunció sus últimas palabras en japonés: '¡Ah, por culpa de la enfermedad!'?

Habiéndoseles arrebatado a la madre, estos políglotas apátridas, Celan y Hearn, se libraron del apellido como de un pesado lastre, pero, por nada del mundo, abandonaron aquel sonido en el que, una vez, sintieron que la lengua era algo más que un mero instrumento de comunicación informativa. En ese terrible poema, llamado, primero, Madre, y, luego, Copos negros, Paul Celan escribió con la misma lengua de sus asesinos: 'Me sangró, madre, el otoño, me quemó la nieve; / busqué mi corazón para que llore, encontré el aliento, ay, del verano; / era como tú. / Me vino la lágrima. Tejí el pañuelo'. Y es que para llorar el apátrida necesita el cálido amparo de una lengua tan suya, que ninguna política o nación podrá jamás mancillar.

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