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Columna
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Dolor de Francia

Lluís Bassets

'Me duele Francia'. Olivier Duhamel, un reputado comentarista y profesor de Ciencia Política, repitió por tres veces con semblante grave y desolado esta frase ante las camáras de televisión durante la noche trágica de la derrota de Jospin, y de la izquierda en general, en manos de Le Pen. La peor pesadilla electoral se había hecho realidad de pronto ante la incredulidad casi unánime, y la angustia se traducía en expresiones que luego han pasado a la letra impresa: vergüenza, horror o dolor de Francia, retomado un siglo después de la depresión española ante la pérdida del imperio colonial. Hay, sin embargo, una diferencia, que revela un castigo sin duda muy doloroso, pero probablemente fructífero para el espíritu francés. Esta vergüenza surge de una arrogancia histórica ejercitada muy recientemente, en concreto con la Italia de Silvio Berlusconi y de Gianfranco Fini y con la Austria de Jörg Haider. Los políticos e intelectuales franceses han sido con frecuencia unos donneurs de leçons, han leído la cartilla al mundo entero amparados en un enorme y admirable patrimonio político: los derechos del hombre y del ciudadano, la nación y la soberanía nacional, la izquierda y la derecha, la escuela laica, la República, la ciudadanía, el compromiso del intelectual... La victoria política que significa para Le Pen disputar la presidencia de la República a Jacques Chirac en la segunda vuelta evoca, en cambio, los episodios más negros de la historia de Francia, donde la patria de la libertad, la igualdad y la fraternidad reniega de su herencia y adquiere el rostro abominable diametralmente opuesto: la represión contra la Comuna, los fusilamientos masivos y por sorteo de tropa desmotivada en la Primera Guerra Mundial, la colaboración con Hitler por el régimen de Vichy y la deportación por su Gobierno de judíos franceses, la tortura y la guerra sucia en Argelia... y ahora, esta sonora bofetada electoral contra la República y la democracia.

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Pues bien, se acabó otra excepción francesa. Francia, nación política por excelencia, se ha convertido en un país exactamente igual que los otros, con una democracia frágil que exige del cuidado diario y de la adhesión activa de los demócratas y que no permite hollar sus laureles históricos indiscutibles para sestear en el tedio de una campaña presidencial abordada con frivolidad y con humores de todo tipo, vacacionales los de muchos abstencionistas, protestatarios los de buena parte de la izquierda más radical, amén de los humores negros del voto del miedo al otro, al diferente, al extranjero.

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Pero el desconcierto y el horror tienen que ver también con la sorpresa. Un país tan articulado como Francia, con infinidad de instituciones destinadas a auscultar la salud política colectiva -sondeos, observatorios políticos, comentaristas y periodistas-, se ha convertido en imprevisible, algo que cotiza muy mal en el mercado de los valores políticos internacionales. La última ocasión en que los franceses se dieron a sí mismos y al mundo una soberana sorpresa política fue en mayo de 1968, cuando los estudiantes de París perturbaron las plácidas aguas de una República aburguesada y tranquila, que navegaba plácidamente en una senda de crecimiento y de bienestar. Pocas semanas antes, el jefe del servicio político de Le Monde, Pierre Viansson-Ponté, firmaba un artículo célebre que titulaba La France s'ennuie (Francia se aburre). Esta vez ha ocurrido algo parecido. El aburrimiento, la indiferencia, el tedio han dominado la campaña. Los dados se daban ya por jugados, y el resultado, anticipado. Los que sabían, y probablemente algunos o bastantes sabían, no creyeron sus propios sondeos de opinión o sus propios análisis. La fuerza de lo ya establecido llevaba a todas las correcciones y matizaciones de las encuestas y de los análisis más certeros para confirmar lo que se deseaba: Chirac y Jospin iban a pasar a la segunda vuelta, a pesar de la crisis institucional, del malestar de los suburbios o del descontento de los votantes de izquierdas. Basta repasar los análisis publicados durante la campaña para percibir que Jospin estaba empantanado en una muy mala campaña, en cuanto a ideas y en cuanto a estrategia electoral, y que Chirac se hallaba atenazado por una pésima imagen de presidente inútil y acosado por los escándalos, mientras iban ascendiendo los pequeños candidatos marginales y de la protesta, como callados enterradores de la izquierda. Era el escenario ideal para el pescador de las aguas turbulentas que es Jean-Marie Le Pen, que cuenta entre su mayor mérito haber sabido recoger los frutos de los errores ajenos. Y sin embargo, la señal de alarma pudo cambiar el curso de las cosas. Pero nadie tiró de ella. Nadie se sintió alarmado.

Buena prueba de que así han sucedido las cosas es el reparto geográfico de los votos. París, la ciudad que, para lo bueno y para lo malo, es Francia, registra unos resultados muy próximos a los esperados por todos: Chirac, 24%; Jospin, 20%; Le Pen, 9,3% en el perímetro estricto de la capital y en el mismo orden, un 20,9%, 16,9% y 14,5% en el conjunto de la región Ile-de-France, en la que por supuesto se incluyen los enormes suburbios conflictivos donde la extrema derecha recoge abundantes votos del descontento. Se cumple perfectamente la teoría del microcosmos. Hay un mundo, formado por políticos, periodistas, intelectuales y empresarios, que hacen su vida en la capital y tienen en sus manos el poder político, mediático, cultural y económico. No es una cuestión únicamente de centralismo, aunque también es una cuestión de centralismo, sino de perturbación de la visión y de distorsión de la realidad. El castigo contra el sistema político, la cohabitación, los programas indiferenciados, el pensamiento adocenado y unificado, es un castigo contra el microcosmos parisino.

La severa lección de este 21 de abril conducirá ahora a un súbito rebrote de la politización proverbial de los franceses y a un movimiento de adhesión renacida a los valores republicanos. Lo demuestra el llamamiento casi unánime a votar por Chirac, como candidato del frente republicano frente a la negación de la democracia, de Europa y de la República que significa Le Pen. Lo demuestra también el mismo sentimiento de vergüenza colectiva tan dramática y rápidamente formulado. Pero el reto político que tienen ante sí los franceses no se resuelve tan sólo con ardores patrióticos, que pronto se verán atemperados por los combates entre la izquierda y la derecha, y entre las facciones internas y los líderes de cada una de ellas, en cuanto empiece la campaña de las legislativas, que es mañana mismo. El reto que tiene ahora Francia ante sí atañe ante todo a los franceses, pero afecta también a todos los europeos, y afecta a nuestra capacidad para organizar la representación política de sociedades plurales y democráticas en el momento en que el continente sufre los mayores cambios demográficos y culturales de toda su historia. La elección entre Chirac y Le Pen, entre República e intolerancia, aunque es el fruto de una desgraciada circunstancia electoral y contiene una profunda injusticia respecto a la imagen de Francia, sintetiza dramáticamente las grandes opciones ante las que nos estamos enfrentando los europeos en este turbulento arranque del siglo XXI. Dolor de Francia, pues, pero también dolor de Europa.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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