Hasta que llegó Valdano
Todo era normal hasta que llegó Valdano. No sólo revolucionó la manera de hablar de fútbol, sino que eliminó del Madrid ese aire de suficiencia y silencio con el que conducía lo que nosotros veíamos como su propia prepotencia. Dudaba, y eso lo hizo encantador. ¿Cómo desear que un equipo animado por él se fuera al infierno?
Desde entonces, mi vida como aficionado al Barça ha sido un problema en Madrid. Antes contrastaba mi pasión culé con amigos como Javier Marías, a quien deseaba a regañadientes suerte en las contiendas internacionales, pero a quien, en las locales, deseaba la más desgraciada derrota. Hasta aquellos buenos deseos podía llegar mi idea de amable convivencia con quienes no desean, en el fútbol, lo mismo que nosotros. Pero, claro, a Marías no le paga el club, no depende de sus éxitos; y si Valdano no gana su derrota se produce como aficionado y como profesional.
Y lo que nosotros deseamos es que pierda el Madrid y gane el Barça en todas las circunstancias. Ahora que no sólo está Marías enfrente, sino que, además, está Valdano, la expresión de estos deseos se ha vuelto muy complicada. Pero no hay más remedio que seguir confrontando al madridismo con todas las fuerzas: se puede cambiar de religión, pero no de equipo. Los colores son los colores y el Barça es mucho Barça, sobre todo cuando va perdiendo. Lo que distingue a este equipo tan épico es que hasta ha sido cantera de su rival. Nadie puede olvidar que Evaristo, el que marcó el gol decisivo de 1960, fichó por el Madrid en uno de los momentos más grandiosos y terribles de nuestra dignidad azulgrana, y está demasiado cerca la tragedia de Figo, cuando decidió dejar al Barça para cometer el acto más sublime, y funesto, de su libertad profesional. Imaginarle de blanco fue una pesadilla hasta que se convirtió en un puñetazo. ¿Guardiola, de blanco? ¡Uf! ¿Y Kluivert? A veces Valdano nos martiriza con esas perspectivas.
Pero, claro, Luis Enrique hizo el otro camino. Un día, en un Madrid-Barça, alguien redoblaba esos insultos en los que la madre del futbolista juega un papel principal. Toqué en el hombro al aficionado más vociferante: 'Que es mi primo'. Se calló, pero seguro que dentro de su alma mi madre acompañó a la de Luis Enrique. Desde la niñez, en Tenerife, fui tan del Barça que firmaba en el colegio mis reseñas con el seudónimo de Juan Azulgrana. Cuando llegué a Madrid me encontré a mucha gente que me hizo la misma pregunta: ¿Cómo un tinerfeño puede ser del Barça? Lo curioso es que me la hacían cántabros, gallegos o vascos que son del Madrid. A ellos nos les resulta raro ser de un equipo de corazón tan central. Les diré por qué soy del Barça: porque de adolescente escuchaba las emisoras de Barcelona y aquélla sí que era una pasión. Cuando perdimos la Copa de Europa ante el Benfica (1960), estuve una semana con una pegajosa depresión y ahora, cuando perdemos, soporto a duras penas las bromas que hacen imposible que uno quiera a los que quieren al Madrid.
Lo que he deducido es que tengo un enorme apego a los perdedores. Por eso sé que cuando se produce una victoria el placer es tan inmenso que no tiene igual. Que gane el Barça, pero sobre todo frente al Madrid. Eso justifica todas las demás, y tan abundantes, derrotas que estallan, como latigazos, en los bares de la ciudad más madridista de España.
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