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Columna
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El arma definitiva

En los primeros años de la Guerra Fría, como ahora, el Barcelona y el Madrid peinaban el mercado de fichajes porque compartían una misma obsesión: descubrir el arma definitiva. Francia había consagrado a Raymond Kopa, y Brasil encontraba en Minas Gerais a Edson Arantes do Nascimento, Pelé, La Perla Negra. Pero la cátedra internacional mantenía el sentimiento de que el oro del fútbol continuaba en Hungría. Con sus seis goles armónicos, la selección magiar de Puskas, Kocsis, Czibor, Hidegkuti y Bozsik había conquistado de una vez Wembley, el Big Ben, la torre de Londres y la patente de grandeza. Aquellos bohemios que habían cambiado el violín por la pelota actuaban como músicos de cámara: se planchaban el uniforme, tomaban un baño de brillantina, calzaban sus fundas de charol, frotaban la lámpara, tocaban de memoria y hacían bailar la humillante danza del oso a los crispados y sudorientos atletas del llamado mundo libre.

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Vuelve el clásico eterno

Movido por la intuición y por la moda, el Barcelona contrató a Ladislao Kubala convencido de que en una sola operación compraba la ciencia y la magia. Había buenas razones para pensarlo: revestido con una potente musculatura, abdominales de goma, pantorrillas estriadas y dorsales metálicos, tan poderoso y a la vez tan compacto, parecía un deportista de laboratorio. Pero además exhibía un espléndido repertorio de trucos: sabía meter el cuerpo, esconder la pelota, templar los pases y transformarse indistintamente en escudo, maza y calculadora.

Casi a la misma hora, después de un enrevesado pleito, el Madrid fichó a Alfredo di Stéfano. Poco después, el nuevo ídolo llegaba a Chamartín precedido de una contradictoria fama de campeón y camorrista: según sus biógrafos, era una especie de nómada cuyo talento sólo era comparable a su rebeldía. Había encabezado torneos, manifestaciones, huelgas, escapadas, plantones y pendencias en una imparable carrera hacia la fama o, quién podía saberlo, hacia el precipicio. Además, no tenía una presencia deslumbrante: su cuerpo era sospechosamente liso y su cabeza sospechosamente calva, de modo que algunos comentaristas se atrevieron a diagnosticarle una vejez prematura. No sabían que, al contrario que Kubala, él tenía un solo músculo de acero.

A pesar de todo, el Barcelona y el Madrid siguieron rastreando el mapa en un intento de desbordar al adversario. Si el Madrid se traía a Kopa, Didí, Puskas, Santamaría o Del Sol, el Barça respondía con Evaristo, Martínez, Suárez, Kocsis o Czibor. No obstante, Di Stéfano se erigió en punto de apoyo de la palanca; el Madrid comenzó a ganar Ligas y, en una serie irrepetible hasta hoy, sumó cinco Copas de Europa consecutivas y la primera Copa Intercontinental de la historia. En apenas cinco años dejó resuelta la competencia por el título de Mejor Equipo del Siglo.

Luego llegaron Cruyff, Maradona, la Quinta del Buitre y la Promoción Guardiola y el dominio cambió de bando decenas de veces en la rueda de la fortuna. Cada cual supo dar la vuelta a sus depresiones; en la duda, el único remedio posible sería huir hacia adelante: revolver el armario, abrir la caja fuerte, reforzarse, comprar y volver a comprar. Hoy, después de tantos pulsos y duelos, ambos equipos agrupan tres Balones de Oro, media docena de candidatos y un memorial de agravios y antagonismos.

Sin embargo, desde que Di Stéfano, el fulcro, marcó el camino, el factor humano estuvo siempre por encima de la brillantez. En la lucha intemporal por el dominio, al ganador siempre le bastó con tener el mismo músculo de acero que hizo definitivamente grande a don Alfredo.

Ese músculo que se llama corazón.

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