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Columna
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La hez del vino

Refiriéndose a las confrontaciones fraticidas habidas y por haber en el mundo musulmán, escribió el poeta árabe Nizar Quabbani: 'Sólo la hez del vino en el cuenco del vaso quedó en España de nosotros'. Porque muchas fueron las divisiones y luchas intestinas entre los hispanomusulmanes, que si bien fueron dignos de elogio por su cultura y civilización, no fueron parcos en discordias incívicas, taifas y traiciones, que facilitaron la invasión de los conquistadores del norte. Grano a grano quiso conquistar la devota y antisemita Isabel de Castilla el reino nazarí de Granada.

Pero los granos estaban enzarzados los unos contra los otros, como lo estuvieron un par de siglos antes cuando llegó Jaume I a las tierras valencianas. A uno le da por pensar, y por seguir al poeta, que sin la desunión y los mil problemas internos en el mundo árabe, la situación en Palestina no hubiese llegado a los extremos que estamos viendo y viviendo.

Casa a casa y barrio a barrio, los soldados de Ariel y de Benjamín, Sharon y Ben Eliezer, intimidan, atemorizan, destruyen y matan en busca de terroristas, desesperados o desesperanzados que se autoinmolan por su religión, su tierra y su pueblo. Una locura ahí al lado que tiene demasiada similitud con cuanto se hizo el siglo XX por tal que desaparecieran en Europa nuestros judíos del paisaje humano. Cada día, las imágenes del gueto de Yenín, Ramala o Gaza se parece más a las imágenes del gueto de Varsovia. Bush, la Liga Árabe o el lucero del alba tendrán que ponerle bridas y freno a la irracionalidad de las autoinmolaciones, a la irracionalidad de las provocaciones de un primer ministro en la Explanada de la Mezquitas o a las verdades fatídicas y reveladas que hablan de la propiedad de la tierra que es de todos. Todo esto nos cae cerca, demasiado cerca y no tan sólo geográficamente.

Porque aquí tenemos también nuestra hez del vino; tenemos también el gusto desagradable de unos posos históricos tan nuestros como el Mediterráneo. El próximo Oriente no nos es ajeno. Y no es porque estos días se reúnan en Valencia dignatarios de los países ribereños por tal de abrirle vías al futuro; ni por la conmoción que producen las fatídicas imágenes que causan innecesarios mártires o la brutalidad soldadesca, puesto que esas imágenes también las contemplan en California; tampoco se trata del lamento piadoso y generalizado por cuanto sucede en Israel, Cisjordania o la franja de Gaza. Se trata de que aquí a la visión global y de conjunto de todo ello se le añade nuestro componente musulmán y hebreo, nuestra hez del pasado que llega hasta el presente.

Aquí lo hebreo lo hicimos nuestro a través de la llamada cultura judeocristiana por un lado, y por el otro lo asumimos a partir de la tolerancia moderna que vio en el pasado a unos judíos hispanos y valencianos maltratados, perseguidos y expulsados. Unos judíos tan nuestros como los moriscos que roturaban nuestras tierras. Lo árabe y musulmán están por doquier: en la toponimia, en los dulces caseros, en la tradición cerámica y alfarera, en centenares de vocablos de nuestro malparado valenciano, en nuestro ancestral sistema de riegos, en una cotidianidad que apenas se percibe por sabida.

Esos son nuestros posos del vino, y no son pocos. Y por eso, uno tienen la sensación de que encontrar el equilibrio y la paz, la libertad y la convivencia entre hebreos y palestinos, vendría a ser como curar una vieja y enmohecida herida histórica; una herida o hez que descubrimos en este lado de la ribera mediterránea cuando miramos al pasado.

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