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Columna
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Jurados

Poco se habla de la labor de los jurados en procedimientos penales, y las pocas veces que trasciende su labor, el veredicto es cuestionado; en ocasiones, hay que anular el juicio por defectos en el procedimiento. La tarea tiene poco misterio: el inculpado es inocente o culpable, según el leal entender de los componentes, sea por unanimidad o por mayoría. Me parece que se ha explicado insuficientemente la importancia de la encomienda y presumo que tiene pocos partidarios porque se cuestiona el alambicado y oscuro lenguaje forense, de difícil comprensión para el ciudadano de a pie. Cuanto peor sea un abogado o el ponente de una causa, tanto más enrevesados e incomprensibles serán el alegato y la sentencia. Es decir, no se ha popularizado la función del jurado, que se aburre y no entiende la jerga jurídica, porque el defensor o el fiscal se dirigen, exclusivamente, al tribunal. No es que el pueblo carezca de preparación para instaurar este sistema, sino que los profesionales sean incapaces de transmitir los alegatos de la defensa o la acusación. Compete al juez la instrucción y la guía de los ciudadanos abrumados por aquella responsabilidad y la vigilancia de que las partes se produzcan de forma inteligible.

Confieso mi escasa fe en la justicia, quizá por haber sentido sus efectos sobre mis lomos en tiempos pasados, que no creo muy diferentes de los actuales. Hasta el punto de que, preguntado por la bondad y eficacia de los jurados como mejora del sistema judicial, respondería afirmativamente. En el caso de que el justiciable sea inocente, escogería el sistema de la moneda, a cara o cruz, o el de la paja más corta. Significa el 50% de las posibilidades de equidad, siempre, claro está, que no se hagan trampas. Sería, en muchos casos, el triunfo del sentido común al decidir, simplemente, si alguien vulneró la ley y si de ello caben dudas razonables.

En el pasado tomé parte, gratísima y peliaguda, en la elección de alguna belleza regional, cuyos fundamentos se han visto recientemente sacudidos con ocasión del certamen de Miss España. Agradable, porque siempre lo es la cercanía de personas hermosas y jóvenes, pero donde se intuyen maniobras, celos, envidias e intereses económicos, en los que no toman parte las candidatas. Sospecho que el posible tongo está en la selección y en los preparativos, que no se corresponden con la amable frivolidad de estos concursos.

También fui requerido para tomar parte en algún sanedrín literario o periodístico. Como opinión genérica, creía que estaban más o menos amañados, lo cual no es rigurosamente cierto. Si me lee algún pretendiente a este tipo de premio, de la entidad que fuera, le aconsejo que investigue acerca de la composición del jurado, que no vacile en recomendarse a sí mismo si entre ellos se encuentra algún amigo o conocido. No es una inmoralidad, sino una cortesía, porque nada se infringe con dar un telefonazo al conocido o conocidos diciendo: 'Mira, Fulanito, me presento a este premio y te ruego que dediques alguna atención a mi trabajo, bajo el seudónimo Tal. Si te parece defendible y merecedor de ganar, mucho agradecería que lo apoyaras'. Porque lo malo de los premios, especialmente los literarios y periodísticos, es que concurren miles de escribidores y sería un esfuerzo sobrehumano leerlos todos. Pienso que sólo se tienen en cuenta los recomendados.

En los de gran dotación, cuando danzan las decenas de millones (de pesetas) y las supuestas tiradas fabulosas, hay que hilar más fino. Las grandes editoriales se juegan mucha pasta -no en la edición de novelas, ensayos, poesía o género bucólico-, sino en las campañas publicitarias que impulsan un libro como si fuera un donut o una pasta de dientes. El concursante convencido de que ha realizado una obra maestra va listo si espera impresionar al consejo editorial. Se recomienda, antes de escribir un libro, hacerse famoso a costa de lo que fuere. Para obtener el éxito, pues, tanto en lides procesales como en concursos de belleza o literarios, procuren atraerse la benevolencia de uno o varios jurados y acierten con ése que suele llevar la voz cantante. Si, además, tiene usted la razón, la postulante es distinguida y el libro está bien escrito, las posibilidades de que se lleve el gato al agua son bastante altas. Prueben.

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