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Columna
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La ética es rentable

La ley española sobre la auditoría de cuentas (Ley 19/1988) define esta actividad como la dedicada a la revisión y verificación expertas de la contabilidad de las empresas con el fin de hacer constar a terceros si las cuentas ofrecidas se corresponden o no con la realidad. Lógicamente, el resultado de la actividad del auditor es de gran utilidad para todos aquellos que de una forma u otra -inversores, proveedores, clientes, organismos públicos- se relacionen con la empresa auditada.

La auditoría es un servicio que se presta a las empresas -en algunos casos con carácter obligatorio- y que debe ser llevado a cabo de forma independiente y objetiva. La empresa que ha de someterse a una auditoría elige libremente y remunera a su auditor de entre los autorizados para el ejercicio de tal actividad.

La defectuosa forma de ejercer la relación entre auditor y auditado determinó en buena parte la existencia de casos como el de PSV o Gescartera

Es en este punto en el que radica buena parte del caso Enron. Los auditores (Andersen) no ejercieron su actividad de forma imparcial muy probablemente con la intención de mantener al cliente, encubriendo con dolo la falta de veracidad de los balances y cuentas presentadas por la multinacional norteamericana. No debe olvidarse que en muchas ocasiones las grandes firmas de auditoría cuentan con otros departamentos o divisiones a través de las cuales desempeñan diferentes actividades como la consultoría o la asesoría legal.

En los Estados Unidos los mecanismos de intervención y control se encuentran sometidos a una regulación más flexible que la existente en Europa, algo que responde en buena medida al espíritu que caracteriza muchas de las instituciones estadounidenses, empeñadas en reducir al mínimo la intervención de carácter público. Esto no significa que un escándalo tipo Enron no pueda ocurrir aquí. De hecho, salvando las distancias que originan las cifras manejadas, la defectuosa forma de ejercer la relación entre auditor y auditado determinó en buena parte la existencia de casos como el de PSV o, incluso, el de Gescartera.

Pero en el caso Enron hay algo más que un intento por parte de la firma auditora de mantener su posición en el mercado como censora de una de las empresas más potentes del país.

Es cierto que se han puesto de relieve las carencias del sistema, orientado, como se ha dicho, a garantizar la veracidad de la información financiera de los agentes económicos. Pero también, como tantas otras veces, se ha vuelto a constatar la interacción entre el mundo financiero y político que da lugar a una complejísima trama de intereses.

Sin duda, Andersen conocía buena parte de las dudosas actividades llevadas a cabo en la trastienda de Enron. De su informe dependían demasiadas cosas, y, en esas condiciones, cumplir con la obligación de decir la verdad no debe resultar nada fácil. Las consecuencias, sin embargo, de tan nefasta conducta profesional han hecho que todos presenciemos un espectáculo sin precedentes: el desmoronamiento del coloso Andersen, un imperio construido en décadas a base de rigor y enorme profesionalidad. Todo por no haber entendido, en toda su amplitud y exigencia, un axioma muy extendido en el país de las barras y estrellas: la ética es rentable.

Javier Cremades es abogado y director del bufete Cremades & Calvo-Sotelo.

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