Rumba del exilio
El 15 de agosto de 1987, estando de vacaciones en Berlín, alquilé una bicicleta y pasé por delante de la prisión de Spandau. Dos días más tarde, el único inquilino de aquel recinto carcelario, el nazi Rudolph Hess, se suicidó sin que ni yo ni mi bicicleta tuviéramos la culpa. El anciano procesado en Nuremberg tenía 94 años y llevaba media vida encerrado. Recuerdo la fecha por el suicidio del que debería haber sido sustituto de Hitler y porque, por la noche, en la terraza de un café, me tropecé con un bailaor que dijo apodarse El Pilas y que recorría las terrazas marcando patilla, pasando el plato y zapateando un más que aceptable Al garrotín, al garrotán, a la vera, vera, vera, de San Juan. Pasando de mi resistencia inicial, se sentó en mi mesa y me contó que era de Barcelona, que hablaba catalán y que era pariente de Parrita, aunque, tras un rato de charla, resultó ser de Perpiñán, chapurrear una mezcla de caló y occitano y ser tan pariente de Parrita como yo de Hess. Al final, me confesó que cambiaba de país como de novia y que quizá no fuera más que un eterno exiliado sentimental. Su simpatía y cara dura me obligaron a dejarle 20 marcos para salir del paso y a darle mi número de teléfono (entonces yo todavía cultivaba la amistad de los extraños).
La rumba de Lleida no es producto de la imaginación de un bailaor majara, sino parte de una historia que no sale en los libros
Al cabo de unos meses, me llamó para devolverme los marcos. Nos los gastamos en unas cervezas que me sirvieron para descubrir que El Pilas ya no vivía en Perpiñán, sino en Sevilla, aunque guardaba buenos recuerdos del barrio de Sant Jaume. Aquella noche, después de sablearme 15.000 pesetas, me contó fantásticas historias de rumberos de Lleida, de Marsella y de Perpiñán, pero, dada su fantasiosa retórica, tuve la prudencia de no creérmelas. Le perdí la pista y le condoné la deuda. Muchos años más tarde, cuando las instituciones de Lleida tuvieron la buena idea de publicar el imprescindible CD La violeta, Rumbes velles i noves de Lleida, de la prerumba del segle XIX fins ara, descubrí que todo lo que me había contado El Pilas era verdad y que los Parrano, el Tonet y el marqués de Pota no eran producto de la imaginación de un bailaor majara, sino parte de una historia que no sale en esos libros que, en el futuro, ocuparán la polémica biblioteca del Born (¡cómo nos gusta discrepar sobre cosas que no existen para no tener que hacerlas!). Lo mismo ocurrió con Perpiñán. La memoria del alma rumbera del barrio de Sant Jaume podrán encontrarla en el CD De Sant Jaume son, interpretado por músicos gitanos de Perpiñán. Allí descubrirán apellidos familiares y huérfanos de acentos como Espinas, Cargol, Arenas, Vila, Reyes y parentescos musicales como el que destila la canción Mátame (Te marchas / porque quiero que te vaigas) o 'Camarero, me has robado la mujer que yo más quiero'. Y, por último, Marsella, representada por el disco recién publicado de Massilia Sound System, una estimulante coalición de músicos activistas que, sin ser rumberos ni gitanos, son casi tan simpáticos como El Pilas. Operan desde una Casa de Cultura de La Ciotat, municipio vecino de Marsella, abducido por la gran ciudad que tan bien retrata el cineasta Robert Guédiguian en sus películas.
En 1970, pasé unas vacaciones allí, en la pequeña casa de los Panyella, una familia de exiliados comunistas y catalanes que vieron como su hijo era abatido a tiros por la Guardia Civil en la última incursión guerrillera del PSUC, que terminó con su vida en Besalú. En La Ciotat de entonces había una playita de piedras con un chiringuito en el que sonaban pegadizas canciones del verano. Los exiliados todavía no eran mayoría ni habían convertido su ciudad de adopción en orgullosa fortaleza multirracial contra el avance parcialmente desactivado de Le Pen. Allí y en barrios como La Castillane, que acogió a Zidane y lo elevó a categoría de modelo social, se fraguaron ritmos que funcionan con la sensatez de la gastronomía. A las recetas tradicionales se le añaden toques exóticos, tecnología punta y un rebozado idealista que buena falta nos hace. Es el caso de Massilia sound system, se cocina un plato musical que mezcla rap, raï y reggae en francés y en un occitano macarrónico que tanto les sirve para describir el paso del TGV como para recuperar mensajes de amor en la más pura tradición de los trovadores. Música festiva y militante en la que se confunden diversas nostalgias: la de un idealismo casi obsceno en estos tiempos de hipotecas, la de instrumentos en peligro de extinción, la de los respectivos países de origen de los antepasados de estos músicos nacidos en una tierra que les permite ser marselleses de primera aunque franceses de segunda, una realidad que empezó a cambiar cuando Francia ganó el Mundial de fútbol de 1998. Entonces el símbolo de la nación resultó ser no un rubio descendiente de Astérix, sino un argelino casado con una hispano-francesa, que juega en ese Real Madrid al que no nos quedará más remedio que eliminar el próximo 1 de mayo y cuya integridad nadie, ni siquiera los activistas cachondos y dinámicos de Massilia sound system, pone en duda. Porque El Pilas tenía razón: casi todos somos eternos exiliados sentimentales. Y porque Rudolph Hess está muerto y la bicicleta que alquilé para circular por Spandau debe de estar, como el muro de Berlín, en el desguace.
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