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ARTE
Columna
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Holanda

EL SORPRENDENTE autorretrato pintado por Rembrandt a los 23 años, óleo sobre tabla, de muy modestas dimensiones, 25,1×31,9 centímetros, Pintor en su estudio (Museo de Bellas Artes de Boston), sirve de punto de arranque para el monumental y polémico ensayo, Los ojos de Rembrandt (Areté), de Simon Schama, el historiador británico que no deja de enredar, con sutileza y pasión, en el buen orden establecido de la historiografía artística académica. En relación con el cuadro en cuestión, Schama se fija en los casi imperceptibles ojos del pintor, que, retirado al fondo de la estancia, se nos muestran como apenas dos puntos negros, pero cuya intensa concentración interior nos hacen sentir que aquellos sombríos orificios están a punto de succionar toda la realidad circundante. En la casi vacía estancia, flanqueada por dos espacios en penumbra, irradia una restallante luz dorada en una diagonal cruzada con la que forman el pintor y su caballete de espaldas, y esta potente luz tiene como misión revelarnos, según Schama, el desconchado por el que se pudre la pared a la altura del rodapié, una señal de su ruina. Basta ese par de ojos como tragaluces abiertos a un impenetrable abismo interior y el pequeño fragmento de la mampostería reconcomida para calibrar lo que esta mirada rembrandtiana tiene de sumidero.

Y, sin embargo, como lo recalca con abundancia Schama en el ensayo antes citado, así como en un par de artículos dedicados al tema, insertos en una recopilación de este mismo autor, Confesiones y encargos. Ensayos de arte (Península), el primer ideal de Rembrandt era Rubens, cuya clara mirada se paseaba, cual voluptuosa caricia, por la realidad, estremeciéndose por el gozo de palpar su apetitosa textura. En todo caso, Rembrandt se propuso, y lo logró, transfigurar esa riente sensualidad de Rubens en un oscuro rincón anímico, trocando placer por tormento, la otra cara de la existencia.

Rembrandt nació 29 años después que Rubens, casi los mismos que separaron a aquél de Vermeer, 26, con lo que, a través de las sucesivas vidas de estos tres pintores, no sólo asistimos al trágico parto de la creación de Holanda como nación, sino a la culminación de la pintura moderna. Esto es lo que defiende, en un enjundioso ensayo dedicado a Johannes Vermeer de Delft (T. F.), Valeriano Bozal, el cual explica que éste sólo pudo ser comprendido plenariamente en nuestra época, porque para ello hacía falta que se redujese lo pictórico a la pura visualidad, que es la aceptación de lo real en sí como lo vemos, nuestro mirar, la mirada. Nada de guiños. Ni el del estremecimiento hedonista con el que Rubens palpaba las cosas en sazón, ni el del temblor psíquico con el que Rembrandt engullía su desportillamiento. Un límpido y translúcido cristal para que la existencia, cuerpo y alma, resplandezca. Sí; a lo largo de aquella prodigiosa centuria de los Países Bajos, la pintura conquistó la intemporalidad, y, a partir de entonces, el arte, de nuevo en pugna con el tiempo, por fuerza tuvo que reinventarse.

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