Librerías
Como las plazas, los parques y algunas esquinas, como los viejos cafés, también las librerías pueden ser lugares de la memoria. Buen lugar para quedar con los amigos, refugio ideal para robar unos minutos al ajetreo diario o desvío recurrente para el paseante que deambula sin más, en la mente del lector las librerías suelen también quedar adheridas a todo aquel material simbólico -imágenes, recuerdos, evocaciones, ideas de orden o jerarquía, etcétera- que genera el acto de leer. Y como tantos otros espacios semipúblicos y semiprivados que constituyen las ciudades que efectivamente habitamos -aquellos 'apartamentos de alquiler amueblados de recuerdos' de los que hablaba Michel de Certeau-, también las librerías son organismos vivos en permanente transformación. Algunas se adaptan y encuentran el pulso urbano adecuado al momento, otras por el contrario languidecen o, mejor, cambian justamente porque permanecen inmutables mientras la ciudad cambia. Y cuando esto sucede y algunas acaban por cerrar sus puertas como ha sucedido recientemente en Barcelona, es natural oír lamentos llenos de nostalgia.
Con el cierre de Cinc d'Oros y de la Librería Francesa, parece que de pronto nos hayamos dado cuenta de que en los últimos cinco años la ciudad ha perdido media docena de librerías; ello ha sugerido a algunos la idea de una extinción irremediable de las librerías independientes, sustituidas a pasos agigantados por las grandes cadenas o los llamados 'espacios multi-ocio' siguiendo la pauta de una transformación casi consumada en los países anglosajones. Y es entonces cuando la nostalgia puede desplazarse hasta convertirse una verdadera exaltación de lo que se nos presenta, sin las debidas precauciones, como único modelo posible, pasando del diagnóstico al pronóstico.
No podemos dejar de sentir inquietud al escuchar a quienes una y otra vez anuncian la muerte de las librerías, tal vez pretendiendo liquidar lo que no han conseguido comprender: todo lo que hay de fundamental y complejo en la manera en como se tejen las relaciones entre los autores, los libros y los lectores. Se imponen, pues, algunos matices.
Es innegable que las condiciones económicas para que comercios como las librerías sean viables son hoy mucho más difíciles que hace unas décadas. Por una parte, como es sabido, el encarecimiento vertiginoso del alquiler en la llamada 'primera línea comercial' de los centros urbanos coloca en aprietos a comercios de baja o media rentabilidad. Las pequeñas y medianas librerías han ido desapareciendo casi completamente de zonas tan emblemáticas como Charing Cross y Saint-Germain-des-Près, ¿por qué no habría de suceder lo mismo entre nosotros? Por otra parte, el proceso de concentración editorial que ha convertido a la gran mayoría de las editorales en parte de megagrupos cuyas actividades se extienden más allá del mundo de la edición -época de la 'edición sin editores', según André Schiffrin, o de la 'edición industrial', según Jason Epstein-, ha impuesto una nueva lógica a la vida comercial del libro en la que las funciones libreras quedan completamente trastocadas. La fabricación regular de best-sellers requiere de grandes inversiones en promoción y publicidad y no de la sutil seducción de los lectores uno a uno, prefiere inundar las grandes superficies antes que competir de igual a igual en la mesa de una librería, y no se interesa por las reacciones de un lector fiel, sino por llamar la atención a cuantos más visitantes de un centro multiocio mejor. Nuevas coordenadas en las que reconocer que las preferencias de los lectores son simple cuestión de mercadotecnia y donde el libro despojado de su aura cultural es pura mercancía.
Así las cosas, lo sorprendente en todo caso sería la lentitud con la que han avanzado las cosas, teniendo en cuenta que entre las librerías cuyo cierre lamentamos, al menos tres de ellas formaban parte de grandes grupos, y no está claro si han cerrado por ser económicamente inviables, o más bien por algún cambio de estrategia, o por simple desinterés de sus propietarios. En realidad, las cadenas han entrado en Barcelona al menos con una década de retraso; no obstante, durante los últimos años en los que no han dejado de expandirse, un puñado de buenas librerías independientes ha mantenido una especial e innegable vitalidad. ¿Simples vestigios de un pasado que se aleja, excepciones que confirmarían la regla? Rotundamente no. Al contrario, han mostrado mayor capacidad de transformación técnica y comercial y han mantenido una sensibilidad cultural y profesional que les ha permitido reconocer de forma sutil y precisa los cambios de tendencias o la aparición y consagración de nuevos valores literarios. En otras palabras, han demostrado que bajo condiciones de competencia económica equilibrada -es decir, bajo la ley del precio fijo-, la viabilidad de una librería, independiente o no, depende de su capacidad para desempeñar el oficio de forma competente y versátil.
Lo importante es que los lectores son unos consumidores muy especiales; no todos se acoplan dócilmente en un paisaje homogéneo y predefinido. Ahora, en un momento en que la industria editorial con su ingente oferta tiende a confundir todos los sistemas de referencia, la labor del librero activo adquiere mayor relevancia en la medida en que introduce claridad y discernimiento.
Tal vez convendría postular una hipótesis, sin duda optimista: ante su inefable mercantilización e industrialización, el libro persiste en ofrecer una cierta resistencia natural; resistencia en los distintos momentos de su producción, donde el saber hacer del creador original o del editor con talento resulta insustituible, mientras que las ambiciones de los nuevos tiburones de la industria se convierten en operaciones de altísimo riesgo o sencillamente catastróficas; resistencia de los libreros que tienden a nivelar las oportunidades de los distintos libros, más allá de las campañas de promoción; sobre todo resistencia de algunos lectores que se niegan a entender la lectura como un entretenimiento más, a convertirse en simples consumidores pasivos, en voyeurs de la sociedad del espectáculo. Si esto fuera así, si tales bolsas de resistencia persistieran, aunque marginales y minoritarias, sería posible apoyar en ellas una cadena del libro -del autor al lector- que discurriera por cauces respetuosos con el componente cultural del libro: sería acaso la última oportunidad de articular armoniosamente la doble y contradictoria faceta del libro: la económica y la simbólica.
Antonio Ramírez es librero.
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