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Columna
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Aniversario

El 25 Aniversario de la legalización del PCE está pasando algo desapercibido entre los valencianos en contraste con las celebraciones de otras efemérides menos interesantes. Pero a los que ya hemos superado el medio siglo de vida y estamos de un modo u otro desde la adolescencia en los aledaños de la política práctica o en el limbo más llevadero de la especulación sobre la realidad política (yo he estado, curiosamente, en las dos) nos sugiere algunas consideraciones.

Cuando llegué a la Universidad de Valencia en el otoño del año 1967 y hasta casi el 70 no encontré entre los activistas estudiantiles anti-franquistas más que jóvenes militantes del PCE o de sus organizaciones afines y unos pocos activistas especialmente culturales del nacionalismo fusteriano. Poco después, y quizás fruto de la indigestión que produjo aquí el movimiento de Berkeley o del Mayo francés del 68, empezaron a proliferar grupos ultra-revolucionarios cuya obsesión primordial parecía no ser el propio franquismo sino el revisionismo carrillista (por el nombre del líder de entonces del PCE, Santiago Carrillo) y la degeneración que ese comunismo europeizante y contemporizador con la democracia abierta (¡!) representaba ante los ojos de una dilatada familia de revolucionarios surgidos de la noche a la mañana entre la juventud estudiantil de clase media y media-alta que no obrera (trotskistas, maoístas, situacionistas, anarco-trotskistas, estalinistas, etc, etc... con sus variadas fragmentaciones y adscripciones a programas violentos o no).

Las asambleas de estudiantes, el único lugar donde se debatía abiertamente contra el régimen de Franco, y en las que participábamos no más de un 10% del total de alumnos de la Universitat, se convertían en un duelo encubierto entre carrillistas y trotskistas, o entre los primeros y todas las demás familias, donde lo fundamental era derrotar al otro en la votación final.

Había incluso cursillos clandestinos para explicar cómo se debía controlar una asamblea, y eso se notaba en el tesón con que los militantes carrillistas apostaban por sus propuestas hasta el final. Lógicamente, ellos fueron quienes más se expusieron a la represión fabricada a partir de los soplones que en las aulas pasaban el parte a la policía, y ellos fueron quienes en mayor número y en mayor proporción sufrieron la represión de la Dictadura (que compartí con ellos) entre finales de los años 60 y el final de la Dictadura.

En aquellos años no había socialistas (del PSOE) en la Universitat -es decir, había tres en la de Valencia, y no quiero decir nombres para que no se ofendan los demás-. El peso de la batalla contra Franco lo protagonizaban en gran parte los comunistas del PCE. En el mundo del trabajo, en las fábricas y en los pueblos industrializados valencianos ellos eran los verdaderos animadores del anti-franquismo y de la lucha obrera, con la modesta ayuda de círculos de obreros cristianos y algunos sindicalistas medio liados con el sindicalismo vertical.

Pero la visceralidad anticomunista que el franquismo trasladó durante décadas a la sociedad resultó fatal para la prueba de fuego democrática: el premio que debió recoger el PCE se lo arrebató el PSOE sin mérito, y ahí empezó su declive; un declive que, no obstante, no puede hacer olvidar que sin el PCE ni la oposición al franquismo aquí habría tenido relieve, ni, quizás, esta democracia de mínimos hubiera pasado de nominal.

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