La Iglesia resucitada
No es mera coincidencia la crisis política universal que nos engloba y el resurgir de la conciencia religiosa. Pero no se trata de un retorno supersticioso a dioses más benévolos ni, mucho menos, de una huida escapista ante males vividos como inevitables. Se trata de una sincronía profundamente lógica entre la rebelión humanista de estos tiempos y el reencuentro, yo diría natural, con el fundamento mismo de todo espíritu rebelde ante la injusticia, la indignidad y el dolor que, hoy, en el mundo, sufre tanto inocente.
Asombra la ignorancia de ciertas élites ilustradas cuando creen ver en la resurrección de lo sagrado un regreso irracional al medievo, un nuevo asalto a la razón o una victoria inesperada de los fundamentalismos cristiano, islámico o judío. Bush, Bin Laden o el general Sharon podrán justificar sus matanzas nacionalistas con pensamientos únicos revestidos de monoteísmo y bendecidos, según ellos, por Dios, Alá y Jahvé respectivamente. Pero sólo ofrecen la caricatura monstruosa, la suplantación endemoniada y diabólica, de lo verdaderamente divino o trascendental en el hombre, que es, en su frágil poquedad, su condición humana. Justamente es el espíritu que mueve a quienes luchan en esta hora contra ellos y lo que representan lo que religa a los más conscientes: la vida de la Tierra, la dignidad y los derechos de hombres y mujeres, la condición sagrada de toda persona.Ésa es la única religión posible y aceptable. Y ésa es y no otra la que está resucitando entre nosotros.
En tal sentido, otra ignorancia ilustre que sorprende es el desconocimiento o el olvido de que ese espíritu religioso del humanismo actual hunde sus raíces en el cristianismo, única revolución permanente que invierte la moral imperante desde siglos: la que divide una y otra vez a la humanidad en opresores y oprimidos. Todas las revoluciones posteriores han sido secularizaciones, encarnaciones históricas, de un proyecto emancipatorio y de justicia que se ha ido extendiendo hasta hacerse universal y que, oculto pero actuante como sal de la tierra, nutre a todo creyente en la sacralidad humana, sea cual sea su religión convenida o su creencia agnóstica o atea.
¡Qué paradoja más sarcástica, pues, no ver a las iglesias cristianas a la cabeza de la emancipación humana, en el combate pacífico por otro mundo posible en este mundo y no tan sólo en el otro! Y eso comenzando por ellas mismas, haciéndose internamente libres, igualitarias, democráticas, dialogantes, abiertas a toda religiosidad ajena no dogmática, sectaria o inhumana. ¡Qué triste para un cristiano ver lo que le cuesta, por ejemplo, a la Iglesia católica -la que más fieles dice tener en nuestro país- dejar de ser una monarquía autoritaria, sin constitución democrática y en la que el pueblo apenas participa activamente con la conciencia libre y responsable y sus derechos fundamentales como persona y como fiel garantizados! Y, sin embargo, la Iglesia no es, como creen todavía muchos, su cúspide jerárquica, su 'burocracia célibe' (como llamara Dostoievski al Vaticano), su férrea organización, su poder temporal, sus riquezas. La Iglesia es el llamado 'pueblo de Dios', los cristianos que son 'católicos' si son universales y que son 'cristianos' si practican la ley del amor, es decir, de la libertad espiritual y de la justicia como fundamento de la fraternidad en la paz; personas que no creen ni en el poder ni en la riqueza si uno y otra no se distribuyen equitativamente entre todos.
Ésa es la Iglesia que está resucitando en este tiempo pascual porque 'pascua' quiere decir crisis, cambio, tránsito primaveral de muerte a vida. Y a despecho de advertencias despechadas y conminatorias de pastores de espaldas a su grey más fiel y esperanzada, esa Iglesia, viva por resurrecta, está dejando oír cada vez más su voz clamante en el desierto de conferencias que apenas tienen ya auténtica autoridad moral y, menos aún, palabras que provoquen en fieles e infieles la misteriosa empatía humana y religiosa que un sencillo campesino, llamado Juan XXIII, consiguió en el breve tiempo de su testimonio como pontífice, como hacedor de puentes.
A un ritmo sincrónico con el vasto movimiento secular de humanización de la economía y de la política mundiales han surgido en la Iglesia Católica, junto a otras iglesias cristianas, miles de voces críticas que practican con respeto pero con firmeza la 'corrección fraterna' frente a gobernantes encastillados, desconfiados y agresivos. Tan sólo exigen esas voces un retorno a las fuentes del Evangelio, tan ajenas como son al cesarismo pagano del poder terrenal y a supuestos 'derechos divinos' que atentan contra los humanos. Son comunidades, asociaciones, mujeres, jóvenes, sacerdotes, laicos, teólogos, con sus estudios rigurosos, sus documentos cargados de experiencia, sus manifiestos exigentes y ponderados. Todos ellos quieren lavar el rostro de su Iglesia; arrancarle las máscaras que impiden reconocerla en su humanísima verdad divina; liberar las energías que contiene el mensaje revolucionario del cristianismo (toda revolución es una vuelta completa al punto de partida) y defender la condición sagrada de todo ser humano sin discriminación alguna.
Estos días, los medios de comunicación han aireado algunos de los problemas que la Iglesia católica sigue sin resolver dentro de su propio seno, como son los que afectan, de un modo u otro, a ese aspecto fundamental de la personalidad que es el sexo. Las reacciones jerárquicas han sido por lo general de una cerrazón lamentable e incluso algunas de ellas han resultado insultantes para quienes pretenden vivir su homosexualidad con la misma naturalidad y dignidad que cualquier otra persona. ¿Y qué decir sobre el celibato eclesiástico o la ordenación de las mujeres? No debiera admitirse en una comunidad cristiana la discriminación sexual ni otra alguna en nombre de una dudosa teología que osa considerarse monopolizadora de la inspiración divina cuando, como la historia de las iglesias cristianas demuestra con toda objetividad, ha sido la política de ciertas coyunturas terrenales su gran inspiradora.
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