¿La Iglesia frente al terrorismo de ETA?
Hace más de un año, el interrogante enunciado recibía entre los españoles un no rotundo y poco menos que generalizado. Era la conclusión que podía extraerse de una ácida y bronca polémica, suscitada a mediados de febrero de 2001 ante las cámaras de televisión, en la que casi oficialmente se le acusaba a la Iglesia de España, a sus obispos, de tibieza y ambigüedad en la condena del terrorismo etarra; de haber mirado hacia otro lado y de haberse quitado del medio en asunto de tan extremada gravedad. La acusación -en el contexto de la renuencia de la Conferencia Episcopal a avalar el pacto antiterrorista concertado entre el PP y el PSOE- fue la chispa que hizo arder inmediatamente el cañaveral de la opinión pública en todas sus modalidades y soportes.
El proceso a la Iglesia, que se celebró en el peculiar tribunal de los medios de comunicación social, abundó en tópicos y visceralidades y escaseó en textos y documentos contextualizados. No obstante, el plebiscito de pluma y micrófono dejaba un saldo severo. A la Iglesia, que juraba y perjuraba haber condenado siempre y del todo al terrorismo, no se le reconocía que se hubiera situado clara y taxativamente frente a la violencia asesina de ETA. ¿Cabía hablar de verdad y de justicia en la sentencia o habría que tildarla de falta de información, de pérdida de memoria o de parcialidad en el pronunciamiento?
En cualquier caso, se trataba de un grave desacuerdo entre la Iglesia católica y la sociedad española en materia tan altamente sensible y comprometida. Algunos observadores avezados calificaron aquella crisis como la más grave para la Iglesia desde el advenimiento de la transición. Precisamente por la impopularidad en que la precipitaba la acusación de lenidad en un terreno donde cabía esperar de la Iglesia una actitud moral inequívoca y hasta contundente.
Pasado un año de aquellas turbulencias, algo ha ocurrido que aconsejaría revisar las conclusiones de aquella suerte de fallo colectivo. Se trata de la publicación de un libro que parece llamado a poner cordura y claridad en aquel apasionado debate. Me refiero a La Iglesia frente al terrorismo de ETA, que, editado por la Biblioteca de Autores Cristinanos (BAC), anda por las librerías hace más de un mes.
No hará falta que llame la atención sobre la literalidad de tal título que convierte en afirmación lo que yo titulaba cautelosamente como interrogante. Tampoco voy a camuflar aquí mi condición de director de la susodicha editorial y, por ende, mi implicación en la edición. Más bien confesaré la diligencia y el disgusto con que seguí los vericuetos de aquella zarabanda en la convicción de que dejaba mucho que desear en materia de objetividad. Faltaba memoria e información. Sobraba visceralidad en las apreciaciones y ligereza en gran parte de los juicios emitidos. Y huelga decir que mis percepciones sintonizaban con las dominantes en los ambientes eclesiales y en los aledaños de la Conferencia Episcopal.
Como este desencuentro entre la sociedad y la Iglesia, o entre la verdad y la opinión de la calle, venía ya de atrás, pareció que era llegado el momento de hacer un servicio serio a la verdad y a la convivencia pacífica. Servicio que consistiría en poner sobre la mesa de la opinión pública textos quizá olvidados y documentos posiblemente desconocidos que enriquecieran las argumentaciones y que pudieran rectificar errores de óptica o de perspectiva apreciados en la polémica recurrente. Todo ello equivaldría a reunir mimbres para que cada cual tuviera la oportunidad de trenzar el cesto de su propia opinión. Así de simple.
Hoy día, con la aportación de más de quinientos textos completos, encuadrados metodológicamente en su circunstancia cronística, geográfica y cronológica, parece improcedente seguir afirmando que la Iglesia, o que los obispos, se hayan quitado del medio en materia de condenación del terrorismo etarra. Más bien cabe afirmar que la condena de la violencia ha sido constante y coherente en todos los niveles de la jerarquía eclesiástica y de la comunidad cristiana. Y, lo que ahora parece sorprender más a los lectores, desde el principio. Es decir, desde los primeros atentados de ETA en 1968. Las excepciones a este comportamiento general habría que probarlas en cada caso y se quedarían en excepciones escasas y muy localizadas.
En el acto de presentación de este volumen de 850 páginas, el historiador Juan María Laboa afirmó que el libro le parecía 'el mejor antídoto contra la frivolidad' de que suelen adolecer los debates sobre este asunto. De hecho, otra de las novedades que aporta este trabajo de compilación, realizado por el periodista Francisco Serrano Oceja, es la mejor definición del papel de algunas personas que resulta de la lectura de sus textos completos. Es el caso del obispo Setién, que figura en el libro con más de sesenta textos íntegros en los que condena sin titubeos la violencia etarra.
El epílogo de Fernando Sebastián que remata esta obra viene a ser la síntesis y la esencia de cuánto la Iglesia -y no sólo los obispos- ha hecho y dicho en estos largos años de terrorismo etarra. Se trata de un texto, el del arzobispo de Pamplona, tenso de doctrina y terso de escritura. Un análisis clarividente de la situación y una comprometida apuesta moral y religiosa que honra a quien la ha formulado y que servirá de pauta a los que la lean.
De momento, y a pesar del silencio en que este libro parece haber sumido a los propaladores de la abstención calculada, está sirviendo ya para que el interrogante de mi título se pueda convertir en una afirmación tajante: La Iglesia frente al terrorismo de ETA.
Joaquín L. Ortega es director de la Biblioteca de Autores Cristianos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.