Érase una vez una guerra
Érase una vez una guerra en el patio trasero de la Europa comunitaria que empezó el 6 de abril de 1992. Diez años después, quizá más importante que señalar los crímenes de los asesinos en la antigua Yugoslavia es señalar el silencio de la Europa política y diplomática ensimismada en un proyecto de construcción europea al mismo tiempo que daba la espalda a la población bosnia.
El silencio siempre ha sido cómplice de los verdugos. El objetivo de los agresores fue destruir ciudades y pueblos, patrimonio de la convivencia multiétnica. La inoperancia permitió que Milosevic y sus lugartenientes se creyesen intocables. Europa nunca debió consentir el desplazamiento de millones de personas. El silencio premió a los verdugos y sentenció a sus víctimas.
Los diplomáticos y los políticos deberían haber escuchado al nigeriano Wole Soyinka, cuando afirma que 'el primer paso hacia el destronamiento del terror es desinflar su hipócrita santurronería'. Evitar que Milosevic llegase a la misma conclusión que el
Monsieur Verdoux, de Charles Chaplin: 'Matar a un bosnio es delito, matar a cientos de miles, pura estadística'.
La realidad es rigurosa y objetiva y los serbios de hoy no deberían darle la espalda: sus ex dirigentes son los principales responsables de las mayores atrocidades cometidas en Europa desde el juicio de Núremberg. La distorsión de la realidad ha sido utilizada durante más de una década para explicar lo inaceptable. A excepción de algunos grupos de derechos humanos de Belgrado, encabezados por las valientes Mujeres de Negro, el silencio ha corroído la moral de una nación, incapaz de enfrentarse a los actos genocidas de sus políticos.
El Tribunal Internacional no es ni falso ni ilegal, como lo ha definido Milosevic. La Haya debería ser a los serbios lo que Núremberg fue a los alemanes en 1945. El verdadero orgullo de una nación radica en reconocer sus errores y en condenarlos para siempre.
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