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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Sorpresas desconcertantes

En la película Guerreros, de Daniel Carparsoro, recién estrenada, se explica la historia -no real, pero sí verosímil- de un grupo de soldados españoles que en la guerra de Bosnia intentan arreglar un repetidor eléctrico y se llevan la sorpresa de su vida. La sorpresa consiste en cómo unos jóvenes españoles actuales, bien alimentados, modernos -hasta hay una soldado entre ellos- y civilizados descubren en ellos mismos la brutalidad humana en todo su pavoroso esplendor. La fuerza de esta película -cuya digna realización no alcanza la maestría de Black Hawk derribado, de Ridley Scott- está en que el espectador se identifica hasta tal punto con la descomunal sorpresa de los asustados jóvenes -nada preparados, como cualquiera, para matar y torturar- que uno sale del cine con ganas, reales, de vomitar, no tanto por lo que ha visto como por la impotencia que siente. Cualquiera, en unas circunstancias como las de la película, echaría mano de la bestia que llevamos dentro sin saberlo.

En realidad, la película de Carparsoro nos muestra lo poco que sabemos acerca de nosotros mismos. Así que uno sale del cine más asustado por esa incógnita que por las malas artes y peores intenciones del enemigo. Y es que la inseguridad, sobre todo en esta hora en la que sólo pedimos certezas comprobables, es el foco de desestabilización más inquietante.

Pensaba en todo esto al comprobar, en el día a día más banal, que, a casi cuatro meses de la implantación del euro, casi nadie sabe lo que cuestan -y valen- las cosas. En el caso del euro se trata de un problema de tiempo; sin duda nos acostumbraremos, sin necesidad de detenernos a pensar mucho, a saber si pagar 9.000 euros por un coche es caro o barato. Pero hasta que esto suceda de forma automática, nos encontramos en la tierra de nadie de la inseguridad: flotando a la deriva.

Sólo falta que la adaptación a Europa -como explica el Gobierno- requiera una reforma en el sistema de calcular las estadísticas. Ya nos hundimos en una nube de dudas cuando el índice de precios al consumo del mes de enero bajó, cuando todos constatábamos que había subido. Pues bien, ahora se anuncia que la reforma de la Encuesta de Población Activa descubrirá que somos un país con muchos menos parados y el nuevo cálculo del producto interior bruto mostrará que somos más ricos de lo que pensábamos. No es que esos asideros arbitrarios que son las estadísticas sean otra cosa que unas muletas sobre lo que somos, pero lo que sin duda pasará es que ayudarán a cambiar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Ésta es la cuestión: creer -igual que los soldados de la película de Carparsoro- que somos una cosa cuando, en realidad, somos otra. Y en el trayecto en el que estamos, la única realidad es la incertidumbre, el miedo a descubrirnos otros.

Claro que esto no es nuevo. Si no, no se explicaría esta afición de los españoles -el 86% nada menos- a poseer una vivienda, que es algo bien concreto. Con una casa encima uno ya es algo sólido, o eso parece. Éste es el éxito de la propiedad privada: certifica la existencia. Sólo así se explica que en 1999 los españoles dedicaran a proteger su inseguridad con un techo nada menos que el 66% de su renta familiar.

El desconcierto, signo de estos tiempos, crece en todos los niveles de la existencia. Parece que en Estados Unidos han decidido que, a partir de ahora mismo, las dietas de adelgazar desgravarán. Parece una tontería, pero no lo es: uno podrá ser gordo por simples motivos fiscales y hasta estará bien visto. ¿Quién hubiera dicho que ser flaco, en comparación, suponga una mayor carga fiscal? En esa perspectiva, lo lógico es que los hambrientos lleguen a equipararse a los ricos. ¿Sorprendente? Lo único cierto es que más nos desconocemos cuanto más creemos saber lo que somos.

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