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Reportaje:ESCAPADAS

La isla que Monet pintó 39 veces

Belle-Île, un refugio en Bretaña al que se retiró Mitterrand

En las noches de tormenta, los pescadores del Cantábrico respiran al vislumbrar el faro de Goulphar. Sus 32 millas de alcance los posiciona en la carta y en el cosmos. Con temporal de poniente, la costa bretona es la antesala del infierno. En la suave amanecida, sin embargo, tienen ante sí una isla henchida de acantilados y bahías, salpicada por casas de pizarra, entre el amarillo de las aliagas y el rosa de las matas de brezo. Sobre sus cabezas, una prodigiosa colonia de aves marinas. Bajo sus quillas, un acuario de lujo. Están frente a Belle-Île en Mer, la más extensa de las islas bretonas. También la más codiciada. Y la más expuesta a las mareas negras del canal de la Mancha. Cinco en 30 años.

El viajero, sin embargo, no accede a la isla por el sur, sino por el norte, a bordo del transbordador de Quiberon, por ejemplo, en una travesía de una hora que sortea islotes con nombres druídicos: Groix, Hoëdic, Houat. El golfo de Morbihan se formó con las lágrimas de las hadas expulsadas del bosque de Brocelandia. Las hadas arrojaron al agua sus coronas de flores y surgieron 365 islas. La más bella, Belle-Île. Cuando el pasajero entra en el puerto de Le Palais cree entrar en una postal. Los barcos deportivos se mezclan con los palangreros y con las pequeñas chalupas frente a la fachada del hotel Atlántico. Todo ello con un fondo de dársenas, tabernas y calles estrechas bajo la fortaleza Vauban, donde todavía resuenan los sables y cimeras de los oficiales franceses, ingleses y alemanes que se han disputado la isla durante siglos.

Jacques le Guerroué es un pescador ajado en cien oleajes. Observa la realidad con mirada estrábica y soñadora. Apura su pastis al atardecer, frente al muelle viejo, cuando las embarcaciones reposan sobre ancas en el lodo. 'En marea baja, barcos cojos y pescadores borrachos. En marea alta, barcos borrachos y pescadores cojos'. Jacques cuenta su último temporal con menos aprensión que el último desastre negro. Fue en 1999, el Erika. Y antes, el Amoco Cádiz, en 1978. 'Los petroleros van a acabar con este paraíso'.

Este paraíso mide 20 kilómetros por nueve y se recorre a pie en cuatro jornadas. O en bicicleta. O a caballo. El paseo es un recorrido inolvidable entre puntas rocosas, dunas milenarias, playas oceánicas, landas silvestres, prados promiscuos y bosques de higueras y laureles. Un microclima con más de 100 días de sol al año. Aquí hay pueblos de atmósfera mediterránea, como Sauzon, en los que degustar mejillones y cerveza es una forma de hacer amigos; grutas prohibidas, como l'Apothicairerie, bajo las que bulle un mar con hambre humana y playas salvajes, como la de Donnant, flanqueadas por casamatas de la II Guerra Mundial. En su relato El miedo azul, el periodista Guillaume Durand lo cuenta así: 'El océano, al pie del acantilado, hizo un gran consumo de alemanes durante la guerra; todos ahogados, en cuanto se decidían a abandonar los parapetos del Atlántico para bañarse en sus olas'.

Invasión

La historia de Belle-Île es la historia de una invasión. La Paz de París, en 1763, que puso final a la guerra de los Siete Años, permitió a Francia recuperar esta isla, británica desde la Edad Media. Para lograr su soberanía, Luis XV no tuvo reparos en cambiarla por otra colonia en su poder, la isla de Menorca. Por este canje de cromos, los franceses saciaron su orgullo maltrecho, los ingleses volvieron por segunda vez a la isla balear y los menorquines aprendieron a hacer gin y salsa mahonesa para que lord Nelson y lady Hamilton alimentaran su pasión. Dos años después, el rey de Francia repobló Belle-Île con 78 familias acadienses, expulsadas de Canadá y Nueva Escocia por el enemigo británico.

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En esta isla hay baterías de cañones apuntando al oeste, estuarios fortificados y agujas rocosas que se hunden en el agua como cordilleras naufragadas. Las de Port-Coton fueron pintadas en 39 telas por Claude Monet y han extendido el nombre de Belle-Île por todo el mundo. El impresionista fue el primero en llegar al pueblo de Bangor en 1886. Después lo hicieron Matisse, Russell y muchos más. Ahora Bangor es conocida como ciudad de los pintores. Pero no sólo pintores. En esta isla bretona han hecho escala Proust, Flaubert y Desnos, y el director Marcel Carné inició, y no pudo acabar, su más bello filme, La flor de la edad. Hacia el final de su vida se retiró a uno de estos rincones un turista de excepción: el presidente Mitterrand.

Sin embargo, el visitante que más notoriedad ha prestado a Belle-Île es... una mujer. A finales del siglo XIX, posiblemente la mejor actriz del mundo, desde luego, la más extravagante e independiente, la gran Sarah Bernhardt, se deja fascinar por este islote y compra un fortín en la punta de Poulains, un castillo en el acantilado de Penhoët y tierras, con sus casas y sus granjas, en la aldea de Bangor. Tenía 50 años de edad. Hija de una prostituta holandesa y un aventurero francés, Sarah Bernhardt había querido ser monja antes que actriz. Su amistad con la incombustible Georges Sand la arrimó definitivamente del lado de Molière. Alta, delgada, esbelta, con una voz fuera de lo común, Sarah huía de la estabilidad para mejor vivir la escena. Pedía constantemente papeles trágicos porque le encantaba morir sobre las tablas. En su interpretación de Dama de las camelias fue amada o admirada por Napoleón III, por Victor Hugo y por Oscar Wilde. Como Fédora o Cleopatra había triunfado en Inglaterra, y en Estados Unidos había registrado su seductora voz en el fonógrafo de Thomas Edison. Cuando desembarcó en Belle-Île, en 1894, le faltaba un pulmón y un riñón y era una leyenda viviente con su corte de rumores: toxicómana, excéntrica hasta viajar con 80 maletas en sus giras, valiente hasta actuar ante los mismísimos pieles rojas en sus reservas americanas. Los isleños se preguntaban qué habría ido a buscar allí.

¿Paz? Sí, a su manera. Pavimentó el acantilado, construyó pasillos entre las rocas, destinó el castillo para albergar a los artistas, organizó fiestas estrambóticas, soñó un mar inmenso desde su refugio y también ayudó a los pescadores en los años duros. Los lugareños la llamaban La dama blanca, El hada de Penhoët. Perdió una pierna y siguió interpretando papeles sentada en una mesa. Resumía su vida en una sola palabra: voluntad. Nunca abandonó su lúcida locura. Se cuenta que en cierta ocasión, al subir al tren para desplazarse a Belle-Île y encontrar por pura casualidad al jefe de la policía en el andén, le dijo: 'Oh, gracias, no tenía por qué haberse molestado'. Murió en 1923 y está enterrada en el cementerio Père Lachaise de París.

El castillo de Sarah Bernhardt fue destruido por los alemanes en 1944, pero el fortín, las casas y el acantilado en el que había deseado ser enterrada sobreviven como testigos huérfanos de una época impar. Enfrente hay dos menhires celtas llamados Juan y Juana. Una leyenda irlandesa dice que en las noches de luna llena, Juan y Juana se reúnen formando un dolmen. Si uno observa con atención, aprecia que ambos están apoyados sobre una solitaria muleta.

GUÍA PRÁCTICA

Datos básicos

- Población: 4.500 habitantes. Prefijo telefónico: 0033.

Cómo ir

- Desde París, en tren o coche, al puerto de Quiberon (Bretaña), y de allí tomar un transbordador a Belle-Île (Le Palais o Sauzon), tarda unos 45 minutos, con Société Morbihannaise de Navigation (297 35 02 00).

Dormir y comer

- L'Apothicairerie (297 31 62 62). Apothicairerie. Sauzon. Abierto de abril a septiembre. La doble, 92,80. - L'Hotel (297 31 84 86). 36, Rue Joseph le Brix. Le Palais. 42 euros. - Café de la Cale (297 31 65 74). Quai Gubeur, 360. Sauzon. Mariscos. Precio medio, unos 15 euros.

Información

- Información turística de la isla (297 31 81 23 y www.belle-ile.com).

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