'Debo más a la Metro que al 'Quijote'
En El arpista ciego, Terenci Moix regresa a los escenarios del antiguo Egipto, imposible patria de su imaginación. Escribe: 'Yo, que soy el narrador, yo que cuento, explico, manipulo, yo observo esas imágenes como si decorasen una tumba amada. En esa historia perdida en el tiempo, ¿qué soy sino la víctima de una nostalgia que siempre permanece?'. El escritor barcelonés compagina esa nostalgia con una inmersión apasionada en los últimos gadgets informáticos. 'Estoy pensando en estudiar robótica en la universidad. Dentro de cinco años, tendré un robotito', dice, 'le pondré de nombre Robby, como el de Forbidden Planet.
PREGUNTA. ¿Pero ocho ordenadores en casa no son muchos?
RESPUESTA. Responden a las nuevas exigencias de mi vida. Piense que en los últimos años he desarrollado una pasión obsesiva por el diseño web, con posibilidades que la literatura no me ofrece ni de lejos. Adobe Photoshop es mi Kempis, y su aprendizaje me hace sentir que estoy cumpliendo 14 años en pleno siglo XXI. Un privilegio, ese del siglo nuevo que conviene aprovechar. Ahora todo lo que me apasiona está en Internet. Pocos intelectuales españoles se han percatado de la importancia cultural de este medio: he leído ataques de periodistas y tertulianos que revelan una ignorancia descomunal. Estoy con Umberto Eco cuando dijo: 'He aprendido más en un año de Internet que en 25 años de mi vida'. Es una biblioteca inmensa, como nunca soñé. He sido un gran lector, y en Internet sigo siéndolo a tope.
'Llegué a sentir desconfianza de la literatura como forma de expresión'
'El nouveau roman fue una peste maléfica que nos contagió a todos'
P. ¿Qué ha leído hoy, por ejemplo?
R. El 'día a día' de unas excavaciones en la necrópolis tebana. ¡Antes hubiera tenido que esperar diez años para que saliese la publicación gracias a la caridad de un mecenas!
P. Su reconstrucción histórica del antiguo Egipto es, al decir de los especialistas, escrupulosa...
R. Extraordinariamente escrupulosa. En realidad me he complacido efectuando algo parecido a una 'pintura de género'. Es un homenaje a la imaginería cotidiana. Lejos de la solemnidad de tantas novelas históricas.
P. Sin embargo, rompe alegremente convenciones del género al poner, por ejemplo, a un personaje viendo Lo que el viento se llevó.
R. Es que al mismo tiempo pretendo dinamitar las convenciones de la novela histórica como género. En este sentido, es una novela completamente transgresora, que me ha permitido recuperar la frescura de mis primeros textos (desde luego, el sentido de libertad absoluta de La torre de los vicios capitales). La empecé al modo clásico, pero cuando iba ya por la mitad me di cuenta de que estaba incurriendo en todo tipo de manierismos o, para ser más exactos: me estaba copiando a mí mismo. Llegué a desconfiar de la literatura como forma de expresión, y sólo me realizaba con creaciones cibernéticas. Cuando resultó que Adobe Photoshop me producía más placer que mi novela, decidí actuar a rajatabla y empezar de cero, imponiendo mi mundo. Así, pues, le agradezco cuando dice que me escapo de la norma que rige la novela histórica. Va con mi carácter. El canon y la norma son bizantinismos. ¿En qué canon ponemos Finnegan's wake, por ejemplo? ¿Y al pobrecito Maldoror? Las obras excepcionales son las que se salen de las normas.
P. Faulkner no quiso terminar el guión de Tierra de faraones porque no sabía cómo hacer hablar en inglés a los egipcios.
R. En cambio, Shakespeare había hecho hablar a Cleopatra quinientos años antes, y le salió francamente bien. Faulkner, maestro indiscutible, olvidó en este caso los privilegios del idioma; los conceptos son eternos, las situaciones parecidas, la verdadera movilidad está en el idioma. En este aspecto me he movido para mi novela como si el idioma, tanto el español como el de los egipcios antiguos, fuese una goma de mascar que puede estirarse y encogerse a voluntad. Una vez más no he utilizado la lógica del idioma, sino que me he inventado lo que MI lógica narrativa necesitaba. No tengo el menor rubor en que la cuñada del faraón hable como una vecina de patio andaluz. Lo que sí me ruborizaría a estas alturas sería repetir ese lenguaje solemne y petulante que nos viene de los franceses. Ya sabe: Nerón y Agripina pasados por Racine y éste por el Paris-Match.
P. ¿Los esperpentos de Valle- Inclán y sus novelas ambientadas en la corte de Isabel II inspiraron la trilogía de Garras de astracán?
R. Yo titulo precisamente a esta serie El esperpento sofisticado, para ver si se enteran algunos críticos de por dónde iban los tiros. En realidad, mis modelos fueron El diablo cojuelo y La cortigiana, de Aretino. Y está por supuesto, el Valle-Inclán de El ruedo ibérico. En cuanto al lenguaje, Ana María Moix vio claramente que era una invención propia, como en el caso de El arpista ciego. De todos modos no descartemos que mis años en Italia me dejaron un decidido fervor por los textos dialectales, ya sea el romanesco de Belli y Trilusa, ya el veneciano de Goldoni o el napolitano de Edoardo de Filipo. Son de las pocas influencias asumidas que me reconozco. Siempre tengo mucho cuidado con esto, porque soy muy permeable, muy esponja, y puedo pescar malas influencias como mis ordenadores pescan un virus. Ya me ocurrió en la época del nouveau roman, una peste maléfica que nos contagió a todos. Aquellos pelmas franceses estaban hablando de la muerte de la novela, sin darse cuenta de que la estaban asesinando ellos. Por culpa de esta parentela perdimos el gusto por contar una historia y, lo que es peor, la habilidad para contarla. Y había que seguir sus consignas, de lo contrario eras sospechoso de no sé cuántas herejías. Recuerdo que, medio siglo después, al reescribir El día que murió Marilyn para su edición definitiva me di cuenta de que había páginas influidas por el nouveau roman, una influencia pésima, porque el contexto de mi novela era completamente distinto y, por tanto, lo era el estilo que reclamaba. Pero ya le digo, cuando la escribí era una época en que se ejercía una especie de dictadura literaria, concretamente desde el grupo Barral...
P. Usted no cuadró con el grupo Barral, ¿por qué?
R. Bueno, nadie me pidió que cuadrase. Simplemente, nunca fui solicitado. Lástima, porque yo era un principiante y era muy importante ser publicado por esa editorial. El rechazo de Barral me hirió. Pasados los años, cuando ya no tenía la editorial, me dijo: 'Yo contigo me equivoqué, porque he promocionado a muchos escritores y, en cambio, el bueno eras tú'.
P. Estaría usted contento.
R. Pues no. Eso de que la gente te reconozca cuando han perdido el poder y por tanto ya no pueden ayudarte me parece una broma de pésimo gusto. Pero no me quejo, Barral prescindió de mí, como estaba en su derecho, pero Esther Tusquets y Vilanova pusieron El día que murió Marilyn en la colección Palabra en el Tiempo, que tenía un prestigio enorme y la mía era la primera novela de un autor español. O sea que fueron mis descubridores para el resto de España.
P. En los años ochenta tradujo el Hamlet y La tempestad de Shakespeare...
R. Más que traducciones fueron adicciones: pasé tres años viviendo dentro de Shakespeare, y no sólo por afinidad con Hamlet y Próspero -cada uno en su estilo y edad-, sino porque el léxico shakespeariano es una especialización en sí misma y esto me permitió efectuar una inmersión en la historia del idioma. Estuve tan obsesionado que llegué a convertirme en un latazo para los amigos. En realidad, siempre funciono así. Igual me ocurrió con Dante y Leopardi. Por culpa de mis novelas egipcias poca gente recuerda mi dedicación a la cultura italiana. Aunque la más determinante en lo que podríamos llamar mi aprendizaje literario fue la anglosajona, desde Henry James o Scott Fitzgerald. Algunas narraciones de mi primer libro, La torre de los vicios capitales, las escribí en inglés. Fui un caso atípico, porque yo me instalé en Londres cinco años antes que el grupo Javier Marías, Molina Foix, etcétera. Como era el epicentro de los swinging sixties, siempre digo que en Londres nací a la modernidad, del mismo modo que cinco años después, en Roma, me desperté en un baño de clasicismo. Son los dos opuestos que han marcado mi vida y mi obra: como si Warhol estuviese dando clases en la academia de Platón.
P. ¿Cómo valoró las experiencias de autores como Benet, Cela, Martín Santos y Ferlosio?
R. Me han interesado todos, y muchos más, pero no me influyó ninguno. No le extrañe: mis referencias más acusadas no suelen proceder de la narrativa. Por ejemplo, en El arpista ciego todas son extraliterarias.
P. Usted se formó como escritor cuando el boom suramericano. ¿Cómo lo recibió?
R. Con pasmosa tranquilidad, sin los espectaculares aspavientos que afectaron a mi generación. Era una época en que levantabas una seta y en lugar de un gnomo te salía un novelista suramericano. Guardé los que el buen criterio aconseja guardar, ya sabe, Fuentes, Vargas Llosa, Bioy Casares, Cabrera Infante y así hasta 20, porque es que los había endemoniadamente buenos; pero lo cierto es que la ventolera del boom no me produjo ni frío ni calor. Aunque puedo ser muy esnob, nunca lo soy en el terreno de la cultura, que para mí continúa teniendo algo de sagrado.
P. Ha escrito mucho sobre cine. Incluso tiene en casa una gran pantalla y una colección de películas muy considerable. ¿Nunca le tentó trabajar para el cine?
R. El cine ha sido mi Nuncajamás, mi Nirvana y mi iniciación a la cultura. Debo más a la Metro Goldwyn Mayer que al Quijote. Esto demuestra que nunca seré carne de Academia.
P. ¿Le han preguntado alguna vez si aspira a serlo algún día?
R. Muchas veces, pero es lo más peregrino que pueden preguntarme. Aparte de que no me considero capacitado, dígame usted qué demonios haría yo en la Academia. Si me tocase el sillón de la U, volvería la letra el revés y me haría una peineta... Volviendo a lo del cine: es mi magdalena proustiana absoluta, mi forma de medir el tiempo. Tengo un archivo con medio millón de fotos originales, del que ha salido la serie Mis inmortales del cine, pero al mismo tiempo es mi contribución al rescate y restauración de obras y seres destinados al olvido. Pero nunca he tenido el menor interés en dirigir una película. Será por una pereza congénita o porque no sé trabajar en equipo. He optado por trasladar mi visualización del cine a mi estética narrativa. Es posible que esté evidenciando una carencia, como cuando novelo el Egipto faraónico porque no pude ser egiptólogo.
P. Ésta es una novela agridulce, ¿no? Marcada por la nostalgia.
R. El feeling parte de la ternura que me inspiraron las pinturas de unos arpistas en una tumba tebana y del Canto del arpista ciego, que es una de las obras más hermosas del Imperio Medio Egipcio, una especie de carpe diem anticipado. Pero la novela es también un regreso a mi pasión por la gran stravaganza en el sentido del barroco, una representación llena de máscaras.
P. ¿Por qué las máscaras?
R. De los artilugios barrocos me fascina la hermosa mentira que crean, el hecho de que debajo del oropel sólo hay un pedazo de madera, y ese engaño explica algo tan bestia como fue la contrarreforma. Esta novela, como decía un amigo, es un canto a la vida y a la alegría de vivir; empezó así, pero no tardaron en venir a amargarme los grandes temas de siempre: el Tiempo, que aquí se convierte en personaje de carne, hueso y falo, y sobre todo la Muerte y la lucha contra el olvido. Es la madera que se esconde tras la lámina dorada.
P. Quizá su amigo se refería al humor que salpica muchas de sus páginas, una marca de fábrica de su literatura, subrayada en Amami Alfredo...
R. Es un tipo de escape que continuó en Nuestro Virgen de los mártires, pero en un sentido mucho más salvaje. Es curioso: me considero una persona con humor muy refinado, pero puedo tener escapes de una brutalidad que asusta. Me cuesta reír con los humoristas al uso, sólo me troncho con gente decididamente pirada: Groucho, Mae West, Chiquito de la Calzada y Jardiel Poncela. Ésta es la razón de que en mis novelas paródicas, las conversaciones pueden llegar al límite del absurdo, cuando no del surrealismo.
P. ¿Le teme a las críticas?
R. Como a cualquier persona, las críticas positivas me alegran y las negativas... bueno, he conseguido que no me lastimen. Lo cual ya es mucho. Hasta determinado momento me hicieron mucho daño. ¿Sabe cuándo se me pasó? Cuando vi a todo un Pasolini llorando por una crítica del Decamerón que le hicieron en la hoja parroquial de un pueblo perdido en el culo del mundo. Yo decidí que esto no me pasaría nunca, y lo he conseguido desarrollando una autoestima que roza la impudicia. La famosa frase final de Some Like it Hot la completo a mi manera: 'Nadie es perfecto... pero yo me acerco bastante'. En realidad, gracias a mí existen los dioses.
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