La vida súbita
Los telediarios nos enseñan de qué modo la vida es una inconsistente batería de noticias. No ya una historia encadenada sino un punteado azaroso, parecido a los disparos de un francotirador, desatinados o furiosos, sólo con el afán de herir. Quien sale librado en esta refriega, parecida hoy a la de una calle palestina, es un superviviente. Exactamente un ser que ha conservado su vida después de que a su alrededor hayan muerto, como más probable consecuencia, los otros.
A medida que pasan los años y vemos morir a nuestros enemigos, nuestros ídolos, nuestros maestros o nuestros amantes se acentúa la sensación de haberse librado de la fatalidad accidentalmente. Y también la impresión de que la vida como proceso cabal ha sido reemplazada ya por el instante. ¿Cómo no inducir de ello la bondad de vivir al día? Los jóvenes, a quienes se les reprocha no labrarse el porvenir, poseen la lucidez sobre la vanidad rural del programa. La vida riñe con el programa y cada vez más. Los cambios pueden ser hoy veloces porque no discurren sobre la dificultad del labrantío, los asombros mantienen su clamor porque surgen crecientemente emancipados. Ni antes se detectan mínimos indicios ni después dejan excusas de su presencia.
Nunca el carpe diem adquiere mayor contundencia porque la muerte, el accidente, el volcán, no esperan ni responden a un plan. ¿Qué vamos nosotros a esperar? Si el mundo del trabajo se fracciona en ocupaciones, si la carrera laboral se ramifica, si la relación de amor se sustituye, se combina y reinaugura, si la residencia se redecora y se muda, ¿por qué mantener la expectativa de un determinado modo de vivir o de sufrir?
Para vivir de acuerdo a lo más común hay que disponerse a afrontar múltiples meteoritos de vida, bloques que destruyen la cotidianidad y que como efecto de su impacto transforman no sólo la escena sino el punto de vista, no sólo el color del día sino la naturaleza del color. A cierta altura de la experiencia biográfica, sin importar a menudo sólo la edad y sí las adversidades, ¿qué legitimación permanece en las palabras futuro, el año que viene, los almacenajes detallados la ilusión?
Si de cada fecha se obtiene un sentido, bastaría un día para vivir en el extremo de la aventura. Así resulta ser como los animales plantean su pasaje por aquí. Un periodo de luz que comienza con el día y que se da por concluido cuando termina el sol. Las horas que comienzan a continuación son nuevas y distintas otra vez, sin precedentes y sin una herencia tampoco que las haga pesar más tarde. Un día es un mundo. No lo es en cambio un mes ni tampoco un año. En la constitución de cada jornada se encierra la plenitud del tiempo real. Lo demás se sostiene mal, se controla peor y puede comportarse como un magma donde hundirnos.
El telediario es la máxima medida de nuestra historia. No hay más allá y desaparecida la perspectiva de la lontananza se alza un plano de total ceguera. Ni siquiera ese muro es semejante a la obviedad. El horizonte tan cercano nos impide ver por completo y cualquier percance tras ese telón puede abalanzarse.
Porque ni siquiera estamos salvados por la instantaneidad aunque sólo la instantaneidad pueda crear el simulacro de que nos protege. La instantaneidad posee, en apariencia, una naturaleza similar a la eternidad que es un lugar sin miedo gracias a haber sido privada de temporalidad. Por su parte la instantaneidad aun poseyendo una mínima porción de tiempo lo ha reducido a dosis infinitesimales. Un día, por tanto, es ya un volumen colosal para cualquier explosión tremenda, un intervalo capaz de crear un aniversario memorable, un paraje bastante para hacerse glorioso o funesto por toda la eternidad.
¿Qué más dosis es posible absorber que las interminables 24 horas? ¿Cómo hacer frente, después, a la inmensa longitud de un año? ¿Cómo ser tan insensato como para hablar proyectivamente de vivir?
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