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Mirando al tendido

Manuel Cruz

A veces, hojeando distraídamente el periódico, a uno le asalta la sospecha de que ciertos colaboradores habituales -en particular los más veteranos- han ido desarrollando la peculiar habilidad de escribir pensando en los efectos; esto es, anticipando la repercusión que su colaboración obtendrá en la sección Cartas al director. La sospecha, en un principio, no hace referencia al contenido, sino que surge con un carácter puramente formal. Como si para los mencionados colaboradores el signo de la repercusión no fuera lo más importante, sino que lo que persiguieran, lo que consideraran en sí mismo todo un éxito, fuera el hecho de protagonizar durante varios días aquella sección.

Para garantizarse el eco epistolar existen dos estrategias sólo en apariencia contrapuestas. Una es la de decir aquello que un cierto lector está esperando que se le diga, con la seguridad (que proporciona la experiencia) de que, cuando tropiece con el artículo, exclamará entusiasmado algo muy parecido a '¡ya era hora de que alguien se atreviera a denunciarlo!'. Si uno escribe, pongamos por caso, una columna poniendo a caer del burro a pedagogos de salón que, sin ninguna experiencia directa del trabajo en las aulas con los adolescentes de hoy en día, han ideado reformas educativas de imposible cumplimiento (imposibilidad originada, entre otras razones, por la falta de colaboración de los padres, tan poco proclives a asumir responsabilidades en esta sociedad posmoderna de nuestros pecados), es altamente probable que al día siguiente el periódico reciba una catarata de cartas agradecidas -en su mayor parte de profesionales de la enseñanza, claro está- celebrando la valentía del colaborador que se ha atrevido con la denuncia.

Otra estrategia -en el fondo simétrica de la anterior- consiste en intentar poner directamente el dedo en el ojo de algún sector o grupo de la población sensibilizado de manera especial hacia ciertos asuntos. Un ejemplo bien próximo: en Cataluña un comentario acerca de la situación del catalán en relación con el castellano (o viceversa) que se aparte de alguna de las variantes de lo políticamente correcto que hay en circulación (según ambientes) aún tiene asegurada, por sorprendente que a alguien desde fuera le pudiera parecer, la respuesta casi inmediata de buen número de lectores. ¿Por qué se califica a esta estrategia de simétrica de la anterior? Porque en el fondo también aquello que tanto indigna a este otro corresponsal espontáneo del periódico forma parte, a modo de episodio particular, de lo que está esperando encontrar... sólo que para mejor indignarse y, de este modo (esto es, ratificado su convencimiento de que los enemigos siguen ahí, pertinaces), perseverar más decididamente en sus ideas.

Pero, más allá de lo que puedan tener de truco de oficio estas estrategias, una cuestión más general puede ser planteada a partir de todo lo anterior: el entusiasmo o la adhesión no pueden constituirse en criterio último (y menos exclusivo) de sanción para las ideas. Como tampoco la condición iconoclasta, provocadora, es todavía por sí sola garantía de nada. En el fondo, el reproche que se le dirigía a las dos maneras, sólo en apariencia contrapuestas, de estar pendiente de la reacción del público se podría formular en términos más abstractos diciendo que en ambos casos se toma la respuesta que genera una afirmación como criterio de su verdad (o de su bondad, o de su validez: no es éste el matiz que importa en este momento), cuando en realidad dicha respuesta debe ser incluida en un capítulo contable aparte, todo lo digno de respeto que se quiera pero en cualquier caso completamente distinto del que ahora estamos hablando.

Que nadie se alarme: esta reserva no intenta sentar las bases para, a continuación, poder reintroducir subrepticiamente ninguna idea de Verdad (o de Bondad, o de Validez) con mayúscula, ni cosa parecida. Hay pretensiones irremediablemente fracasadas, y la de alcanzar cualquier orden de absoluto es una de ellas. Pero, claro, tomarse esto en serio significa descartar también ese nuevo absoluto en el que algunos parecen haber convertido la reacción del público. Frente a tan desmesuradas expectativas, deberíamos acostumbrarnos a pretensiones mucho más modestas. Para los filósofos, sin ir más lejos, constituye un lugar común un principio que acaso pudiera resultar de utilidad evocar aquí. Para ellos, lo que caracteriza determinado tipo de experiencias -aquellas experiencias fecundas, primordiales, sobre las que se va construyendo su discurso- es precisamente que dan que pensar. Obsérvese: no que nos dan pensado nada, sino que nos abren a la tarea del pensamiento como tal; esto es, nos permiten afrontar la aventura de las ideas.

Pues bien, si trasladamos este principio fuera del ámbito de la filosofía, el resultado es otra sospecha (es de desear que más fecunda que la inicial): tal vez esté más cerca de tener razón -de esa única razón, vacilante y débil, que hoy estamos en condiciones de reivindicar- el que nos sorprende, el que nos descoloca, el que nos ofrece un planteamiento con el que no contábamos. En definitiva: el que nos proporciona los medios para mudar de creencias y convicciones. Y no porque toda mudanza sea en sí misma buena, sino porque aceptar su envite significa asumir la disposición adecuada: la del que sabe de lo limitado de cualquier perspectiva y conoce del carácter contingente de toda opinión. Mejor esta figura que la del que se afana en roturar, por enésima vez (hacia arriba o hacia abajo: qué más da la dirección), los surcos ya trazados. De éste deberíamos desconfiar, no ya por aburrido, sino por peligroso. Tvetan Todorov lo ha señalado con acierto en su último y espléndido libro Memoria del mal, tentación del bien: más de temer que el malo es quien no alberga duda alguna acerca de dónde está el bien y dónde está el mal.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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