Pasar por caja
Es una expresión que desaparece del mundo laboral. El currante, cualquiera que sea su categoría, ya no tiene que hacer cola en la ventanilla del empleador, aunque supongo que continúan cobrando 'en mano' los trabajadores de la construcción u otros oficios similares. Es sábado cuando escribo estas líneas, ha caído en puente y dudo de que haya albañiles en los andamios, sobre lo que tampoco cabe generalizar, porque sobra tajo incluso en los días de guardar. Para la totalidad de los asalariados, en tiempos anteriores, era un rito inexcusable desfilar ante el pagador o pagadora a primeros de mes o el fin de semana. Algunos -yo estuve entre ellos- aprovechábamos aquel crítico momento para solicitar pequeños anticipos cuya concesión dependía del humor y de los sentimientos de quienes desempeñaban la función. La tarea es asumida por los bancos o cajas, cuyos servicios son ofrecidos filantrópicamente hasta que se revelan imprescindibles. Lo hacen por nuestro bien, y de ello deducen modestos corretajes, aunque sostengamos que esos picos estaban mejor en nuestro poder. Se ha amortizado el puesto del cobrador y sólo quedaba el del frac, elegante y chistosa prenda que sólo se usa en las bodas de tronío y entre los recipiendarios de las academias. También se esfumó, y sólo queda la ilegal intimidación vicaria ante los morosos.
Algo que ha desaparecido, en consecuencia, es la domiciliación de los pagos en el domicilio del acreedor. En tiempos pasados, más boyantes, solía garrapatear mi firma en las cuentas de algunos restaurantes predilectos. Con el ritmo que les convenía, las cobraban en mi oficina, que no demoraba esos pagos. Indagué sobre la creciente preferencia por las tarjetas de crédito y me expresaron su desconfianza hacia ciertos clientes que firmaban la factura y la satisfacían mal o no lo hacían. Sale caro un empleado que recorra Madrid con un puñado de cuentas para escuchar: 'El señor ha salido, está ausente, no se le puede molestar'. Seguían fiándoles, con alguna discreta alusión a la desfavorable inclinación de la balanza de pagos en su contra. '¡Qué quiere usted, gajes del oficio!'. Aquel tipo de gente procuraba otros clientes más rentables. Recuerdo que un viejo amigo cuyo padre hizo un gran favor al propietario de uno de los mejores lugares de restauración de nuestra ciudad solía frecuentarlo en solitario, y era síntoma de que andaba mal de pasta. En sitios más modestos no le hubieran dado crédito.
Hace mucho tiempo que no pongo los pies en la sede central de un banco importante, pues mis necesidades las cubre holgadamente la sucursal de una Caja muy cercana. Pero las tengo en la memoria: verdaderas catedrales del dinero, despilfarro de mármoles, herrajes y maderas preciosas; letanía de subdirectores, jefes de cartera, renovadores de hipotecas, contables, interventores y cajeros, despachos suntuosos y otros discretos donde se confesaba el capitalista en apuros. Otro cliché imborrable, el de cierta peregrinación por el amplio pasillo de una prestigiosa entidad, flanqueado por reducidas oficinas singulares. Me acompañaba el buen amigo Manuel Funes Robert, que llamó la atención sobre las presuntas frases repetidas: 'Sentimos no poder ampliarle los plazos'. 'Ese aval es insuficiente'. 'Lamento decirle que el asunto pasa a la asesoría jurídica'. Era pura imaginación por nuestra parte, pero, de producirse hoy parejas situaciones, el trámite sería despachado ante la cola de clientes a metro y medio del mostrador. Otra deducción gratuita.
Lo cierto es que han proliferado y ocupan buena parte de las esquinas de la ciudad, pero encogieron por dentro. Los escasos empleados no dan abasto en buena parte de la jornada, y allí nos encontramos, en fila india para tener acceso a nuestro dinero, al que no podemos llegar en sábado ni días feriados. Ya sé que existen los cajeros automáticos para quienes disponen de tarjetas. En ocasiones y en los largos puentes no funcionan; se les acabó la provisión o están fuera de servicio. Es el precio que nos presentan como comodidad y custodia de nuestra raquítica fortuna, refugiada en esa funcional y familiar sucursal de barrio. Allí conocemos la cara y el nombre de la simpática cajera que se sabe de memoria el número de nuestra cuenta corriente. Es la faceta humana de ese leviatán que maneja nuestros cuartos. Es el eco de nuestra pasada juventud, cuando pasar por caja renovaba los innumerables y prometedores plazos de nuestra vida.
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