Santa melancolía
Las iglesias se han llenado en estos días de Semana Santa. También los hoteles costeros y los apartamentos de montaña. Y las calles festivas, que han sido ocupadas por relucientes romanos recién salidos de la ducha, por bailarines disfrazados de esqueleto, por cristos nazarenos, con sus melenas y terciopelos, con sus cruces remachadas en plata. Los actos religiosos de Semana Santa reverdecen en todo el país. Las procesiones con mayor solera refuerzan su pompa con nuevas imágenes, nuevas cofradías, mejores trajes. Se exigen más cada año para no defraudar a un público que aumenta sin cesar y se agolpa en las calles con una rara mezcla de curiosidad y devoción. En muchos pueblos se había ya casi perdido la memoria de estos actos y ahora grupos de jóvenes, con la ayuda del ayuntamiento, las están recuperando. Aquí se redescubre una danza macabra de origen medieval, allí se representa una antigua pasión, en muchas partes se engalanan imágenes olvidadas, se restauran procesiones, se refuerzan los oficios sacros, se reelaboran viejos ritos. Pequeños restos de religiosidad popular pueden convertirse de la noche a la mañana en apetitosos vagones de enganche turístico. Y aquellos ayuntamientos que carecen de este tipo de tradiciones se ven obligados a programar, cuando menos, un concierto de música sacra.
Las calles de la Semana Santa religiosa producen, en efecto, los mismos rendimientos que una feria o una festividad profana. Los colmados locales ofrecen buñuelos y moscatel (no por casualidad en Italia se llama vin santo), las confiterías y tiendas de artesanía se llenan de clientes que buscan formas y sabores perdidos, los restaurantes refuerzan sus platos de pescado, especialmente de bacalao, y muchas representaciones se celebran en el incomparable marco de una vieja muralla que se ofrece a la contemplación del turista como el anzuelo que arrastrará sin duda un próximo viaje. El auge del turismo es directamente proporcional al aumento del tiempo libre. ¿Qué hacer cuando desaparecen las obligaciones? Comprar algo o contemplar algo en comandita. Reunirse en los mismos paseos playeros, en las mismas pistas de esquí, ante los mismos edificios célebres de las mismas ciudades extranjeras. O ante los mismos espectáculos. Sean profanos como sucede en verano, sean de origen vagamente religioso como sucede durante esta primera semana de ocio primaveral.
Sería superficial, sin embargo, reducir el auge de las celebraciones religiosas de Semana Santa a los estrictos márgenes de la industria turística. Las manifestaciones de la religiosidad andaluza que, contra viento y marea, incluso sin el permiso de las autoridades eclesiásticas, se han impuesto con gran éxito de público en barrios y ciudades catalanas, expresan de manera muy sonora otra de las grandes características de nuestro tiempo: la pulsión identitaria. Observemos, con más detalle, el enfretamiento que se produjo hace algunos años entre los clérigos formados en la tradición catalana y algunas cofradías andaluzas. Se presentó como una dispusta entre folclorismo espectacular y religiosidad sincera, pero ponía en evidencia una falta de sintonía emocional. Eran dos mundos muy distintos: el de unos clérigos que, por edad, se habían formado en la austera depuración del catolicismo que el papa Montini impulsó siguiendo la línea del Concilio Vaticano II; y el de los hijos o nietos de los emigrantes andaluces cuya religiosidad familiar contiene una conocida y vivísima mezcla de catolicismo tradicional y de idolatría paganizante. Era, en el campo religioso, el desencuentro entre la cultura catalana, industrial, noucentista, académica, y la cultura andaluza, espontánea y sentimental, hija del barroco popular y agrario.
Curiosamente, con el paso de los años, el racionalismo cultural catalán ha dado visibles muestras de agotamiento y ha dado pie a un fenomenal renacimiento del tradicionalismo. En todos los ámbitos. En lo que atañe al religioso, es obvio que el largo pontificado de Juan Pablo II, empeñado en una ardua labor restauradora, ha influido en la recuperación del catolicismo tradicional autóctono; pero también habrá contribuido a fortalecerlo la obsesiva búsqueda de raíces propias que el nacionalismo impulsa sin desmayo. La apasionada mezcla de folclorismo y religiosidad de estos días de Semana Santa forma parte del cultivo de las raíces que impera en nuestro pequeño huerto casero. No es extraño que las coloristas cohortes romanas y las teatralizaciones sacras sean cada vez más numerosas; que la pastelería de estos días, con sus brunyols, monas o tortells, sea más que un manjar festivo; y que los ritos antiguos (la danza de la muerte, por ejemplo) aparezcan ante nosotros como una especie de ventana telúrica que comunica directamente con el misterioso mundo medieval, cuna de la melancolía catalana.
Sería muy exagerado considerar que estas ensoñaciones se producen solamente en Cataluña. La petición que los obispos españoles han elevado a Roma para iniciar el proceso de canonización de Isabel la Católica, demuestra que en todas partes cuecen habas: reverdece el integrismo católico castellano complementando a un rampante integrismo español. No se trata de una característica hispánica. Sucede en todo el mundo. Cuanto más avanza la globalización cultural, más se enervan los vínculos de pertenencia al pasado familiar. Cuando parece que el bienestar económico, completamente limpio de adherencias ideológicas, se ha convertido en el único referente ético de nuestra sociedad, más resuenan los ecos morales o estéticos de sociedades aparentemente superadas: vivencias de religiosidad rústica, procesiones que nos retrotraen a los tiempos arcaicos, búsqueda exasperada de la luz en las penumbras urbanas. Aquello que tanto parece sorprendernos cuando observamos el mundo árabe, se produce entre nosotros de manera más anecdótica y fragmentada, menos condicionante, pero con la misma ilusión de pervivencia, con parecida melancolía resistente.
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