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Columna
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Admiración y sombras

En una época en la que la fama ha sido reemplazada por la popularidad, lo perdurable por lo efímero, la admiración difícilmente puede hallar su suelo. Si la fama requería la sanción del tiempo, precisamente para sortearlo, la popularidad no pasa de ser otro mecanismo del mercado y responde a las necesidades de éste. No nace para perdurar, sino que su condición es siempre la de sustituible. No obstante, parece sustentarse en el mismo soporte que la fama, el de la admiración hacia lo universalmente reconocido como valioso, aunque esa semejanza no pasa de ser una apariencia.

Al popular no se le admira, se le adora, y más se le adora cuanto mayor sea la insignificancia que lo ha aupado a su lugar relevante. Los grandes ídolos de masas de la actualidad poseen escasos méritos que justifiquen su popularidad, y los hay que gozan de ella precisamente porque no tienen ninguno. ¿Qué puede haber de encomiable en querer ser como quien nada puede enseñarnos? Pero esos son los modelos que se nos imponen, chispazos intangibles para que lo insignificante se adore a sí mismo. De esa forma no pierde la esperanza de que alguna vez le toque el relevo, pero eso no le obliga de ninguna manera a mejorar.

En su libro de reciente aparición La virtud de la mirada, Aurelio Arteta parte de esa constatación de que 'son tiempos más bien de respeto, tolerancia e indiferencia, pero no de admiración' y se lanza con valor a una tarea contra mediocres para recordarnos la importancia que el sentimiento de la admiración ha tenido y ha de tener en la mejora de nuestra humanidad. Y centra su tarea en la admiración moral, la de menor raigambre en una época, la moderna, que sí es capaz de admirar ciertas aptitudes o actividades determinadas por su innatismo, pero no a aquellas personas en posesión de valores morales que las hacen mejores y, en tanto que admiradas, imitables.

La admiración moral sería, en palabras de Arteta, 'el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla'. Si el reconocimiento de la excelencia implica ya una jerarquía otorgada por el admirador, difícil será que este sentimiento arraigue en una sociedad en que no hay jerarquías sino roles estratificados a disposición de cualquiera, es decir, roles cuyo perfil ha de mostrar la falsa apariencia de su universal accesibilidad. Establecer criterios de bondad e instaurarlos como pautas de comportamiento no parece, por lo tanto, que sea recomendable.

En sociedades en las que se admira a personajes que acaban en la cárcel por hacer justamente aquello por lo que se les admiraba, es encomiable que alguien nos recuerde qué es la admiración moral y nos invite a sentirla. El éxito no es una categoría moral. Es, sin embargo, lo único que hoy se admira.

Con el rigor y la precisión que le caracterizan, Arteta nos recordará el escaso prestigio de que hoy goza la admiración y nos expondrá sus causas. Nos hablará también del valor que tuvo en épocas pasadas y de su necesidad para la presente, relegando toda intención utilitarista y centrándose en un propósito que puede resultar inaudito: conviene ser mejores simplemente para ser mejores. Con amena erudición, debatirá con las razones que el relativismo moral puede oponer a una consideración justa de lo valioso y, por tanto, de lo admirable. Y deslindará con rigor las sombras de la envidia, la indiferencia o el resentimiento. Que nadie se llame pues a engaño: lo que aquí se defiende no es ningún tipo de jerarquía social dada, ni el respeto per se a ningún estatus fundado en valores innatos; todo lo contrario, la virtud es fruto de un afán y los seres admirables guían en ese camino de perfección.

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En unos momentos en los que la educación moral parece responder sólo a reacciones coyunturales de emergencia, pero que ha sido relegada en aras de un conocimiento sin referentes de humanidad o de un utilitarismo ramplón, el libro de Arteta resulta impagable para ayudarnos a reiniciar una vía en la que el ideal de humanidad constituya el objetivo de nuestros comportamientos. Reemprenderla implica reconocer la existencia de unos 'faros', seres cuya excelencia moral sepa despertar nuestra alegría y nuestro deseo de emularlos. Educar para admirar, he ahí otra asignatura pendiente.

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