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Busquemos un bosque de bosques

'El verde de los árboles es parte de mi sangre'.

Fernando Pessoa

Apenas nos percatamos de nuestra desmedida capacidad de imantación. Porque buena parte de la acción humana, y por tanto la política, consiste ante todo en obtener; en atraer irremisiblemente hacia uno mismo. Casi nunca emprendemos el camino de vuelta y nos obsequiamos con unos mínimos de reciprocidad. Olvidamos el gran alivio que proporciona responder dando. En cualquier caso, antes de pedir, ya sea presupuestos, votos, servicios, trabajo o bienes de consumo hay, por supuesto, que buscar. Y poco queda tan olvidado como que ese término verbal quiere decir 'ir al bosque', bosquear. El profundo sentido semántico no puede ser más sencillo porque, cuando se pronunció por primera vez, en sánscrito, claro, la palabra buscar, todo lo necesario estaba en el bosque. Y allí se iba a por ello. Acaso, por lo mismo, árbol cuando era urvara escondía el significado de 'lugar con tierra fértil'. Acaso, por lo mismo, antepasado, en lengua vasca, significa 'el que procede del bosque'. Acaso, por lo mismo, Bósis significa en griego comida. Acaso, por lo mismo, humano quiere decir del humus, es decir, de la fracción del suelo que acoge y proporciona la fertilidad que permite el crecimiento de los árboles y de las civilizaciones.

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Convendría incluir en nuestra comprensión que la totalidad de la aventura humana parte del bosque. Acaso por eso el ideograma chino de árbol representa prácticamente a un ser humano con los brazos abiertos. Y es que los árboles siempre están así, como si esperaran nuestro abrazo. Un gesto que no llega. Y menos en este desarbolado país nuestro.

Recordemos, antes de entrar en el anunciado plan forestal, que las cosas no han cambiado tanto.

Eso que llamamos recursos básicos y que permiten la vida, es decir, el aire transparente, la tierra que cultivamos, esa madera inseparable de la comodidad y de la seguridad o la correcta administración del ciclo hidrológico proceden invariablemente del derredor arbolado. No menos la estabilidad, la continuidad del paisaje, su belleza, las más profusas faunas, la música, las casas de más de la mitad de los humanos y algunos miles de materias primas y principios activos.

Nada nutre tanto y a tantos como el bosque.

Aunque por constante pasa inadvertido, recordemos que todos respiramos la transparencia que elaboraron los árboles y otras formas vegetales, como evoca Pessoa en la cita. Buena parte de lo que vive, insisto, es porque el bosque, aunque muy mermado, resiste todavía.

Antes, no hace tanto, casi todo era arboleda, y ahora en demasiadas partes es la quemada nostalgia por su ausencia.

Los bosques, es más, proporcionan el escenario y los actores de la búsqueda de lo básico, lo necesario y lo práctico. Son, no menos, fuente permanente de inspiración artística, acaso porque el alma humana no olvida que el bosque es su verdadero patrimonio fundacional y, por tanto, la herencia común de la humanidad. Esa que deberíamos considerar hereditaria y no fugaz propiedad privada.

Pero todavía más crucial resulta el papel terapéutico de los bosques. Que en buena medida pueden ser definidos como un entramado que funciona también como sistema inmunológico de la vida del planeta. Y en estos momentos más que nunca.

El bosque es una gigantesca, eficaz y gratuita medicina que, además de sanar las más graves y generalizadas enfermedades ambientales, lo hace de forma sincrónica, incesante, sin pereza ni descanso. Recordemos que las arboledas fijan los principales contaminantes, tanto los que vuelan como los que nadan o tienen vocación terrestre. Casi nada trabaja mejor para limpiar el mundo y su envoltorio que los árboles. Por si todo eso fuera poco, frenan a los desiertos.

Con todo, lo más destacado es que las arboledas pueden desempeñar el mejor papel a la hora de enfrentar lo más grave que nos sucede: el incremento de las temperaturas medias del hogar común. Porque todo bosque es su propio clima. Un clima siempre mucho mejor que el de cualquier área deforestada.

En consecuencia, todo indica que ha comenzado el tiempo de restituir. De nutrir a lo que nos nutre. De poner a crecer un bosque de bosques. Por tanto, mucho más que la pacata y tramposa política forestal anunciada. Que en lugar de lavar la cara al plan hidrológico, manifiestamente insostenible, debería romper la tendencia tacaña de las políticas ambientales de este país

Porque contemplar tan sólo la repoblación de 3.800.000 hectáreas en los próximos 30 años es menos que un prólogo, cuando necesitamos un tratado. En primer lugar, porque el verdadero horizonte repoblador debería estar nueve millones de hectáreas más allá y 20 años más acá. Es decir, la urgente revegetación de los 13 millones de hectáreas que ahora están desnudos y sin otra utilización. Por tanto, no forman parte ni del suelo agrario ni del forestal, aunque, de acuerdo con todos los informes, es más que necesario incorporarlas a los sumideros de CO2. Además se haría al ridículo ritmo de unas 126.000 hectáreas anuales, menos de una quinta parte de lo aconsejable. Y con una valoración económica realmente inconcebible, unas cuatro veces más caro de lo que se podría hacer con recurrir a un viverismo menos codicioso y a planes de empleo rural bien llevados.

No se puede afirmar tampoco, como se hace, que se va a duplicar el número de pies de árbol por persona, entre otras cosas porque ni sabemos cuántos de estos amigos van a arder en los próximos años ni los habitantes que contendrá entonces España. Recordemos que en los anteriores 15 años ardieron más de dos millones de hectáreas. Ojalá que no, pero, de acuerdo con lo sabido, en los próximos 30 años podría arder el equivalente a todo lo que se va a repoblar. Lo importante es ofrecer a los españoles y a los, acaso, 50 millones de turistas el amparo y la salud paisajística y para sus pulmones que suponen los bosques.

Tenemos tierra, tecnología, presupuesto y consenso social más que suficientes para que por una vez el empeño de devolverle al bosque una mínima parte de lo que nos da se lleve a cabo. Hasta que la política forestal pública no sea la de buscar un bosque de bosques, en lugar de unas pocas matas, sin Jaume, claro, la tierra el aire y el agua seguirán ardiendo. Un fuego que apagarían los mejores bomberos conocidos: los árboles.

Joaquín Araújo es escritor, premio Global 500 de la ONU.

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