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Columna
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Un santo

Juan José Millás

En mi colegio había un cura que levitaba, aunque no mucho: unos cinco centímetros. Por la tarde, cuando acababan las clases, un grupo de amigos nos metíamos en la capilla y veíamos al padre Benito rezando frente a un Cristo con las costillas prácticamente al aire. Nunca advertía nuestra presencia porque estaba abstraído en la oración. A veces tardaba en levitar media hora o más, pero era raro el día que no se elevaba. La levitación solía anunciarse con un temblor en la cabeza. Luego, el cuerpo se despegaba del suelo y permanecía flotando en el aire, con el borde de la sotana rozando la parte baja del reclinatorio.

En aquella época no había porros ni otras sustancias estupefacientes. Quiero decir que veíamos la levitación a pelo. Cuando acababa el espectáculo, nos reuníamos en un descampado cercano al colegio, donde hoy está Clara del Rey, y nos fumábamos unos cigarrillos de anís que, curiosamente, sabían a anís. El asunto del día era siempre la levitación del padre Benito, que, evidentemente, era un santo. Nosotros habríamos dado cualquier cosa por volar, pero para ser santo había que dejar de masturbarse, y masturbarse no era cualquier cosa. Además, al eyacular tocábamos el cielo, lo que, en definitiva, era un modo de elevarse.

La levitación del padre Benito acabó aburriéndonos, como todo lo que se repite demasiado, y dejamos de ir a verle. Sólo cuando llegaba algún chico nuevo, al que queríamos impresionar con algo pintoresco, nos acercábamos a la capilla y observábamos al padre Benito flotar sobre el reclinatorio con un bostezo por nuestra parte y un gesto de admiración por parte del nuevo. Yo intenté muchas veces levitar en el cuarto de baño de mi casa, que era el único sitio donde se podía estar solo, pero, aunque cerraba los ojos con todas mis fuerzas e intentaba creer en Dios de una manera exagerada, no lograba despegarme del suelo. Atribuí mi impotencia al lugar, pues pensaba que el cuarto de baño no era un buen lugar para creer en Dios. Y no lo es. Es más fácil creer en Dios en el salón, incluso en el pasillo, que en el lavabo.

Pasados los años, el padre Benito colgó los hábitos y se casó con una viuda a la que confesaba los sábados por la tarde. El asunto dio mucho que hablar, pues fue de los primeros curas en secularizarse, lo que para algunas familias constituyó un escándalo. El ex cura se quedó a vivir en el barrio, en casa de la viuda, y no era raro encontrárselo por la calle del brazo de su esposa con un jersey de cuello alto y cremallera. La gente lo señalaba al pasar, pero a él no parecían herirle los comentarios. Se ganaba la vida llevando la contabilidad de varios establecimientos de la zona y continuaba yendo a misa los domingos y fiestas de guardar, aunque ya no levitaba. Pasado el tiempo, coincidimos un día en un bar y me acerqué a él. Tras presentarme, le conté lo importante que habían sido en nuestra infancia sus levitaciones. Le dije imprudentemente que no podía comprender que hubiera cambiado la santidad por el matrimonio.

-¿Me veíais levitar? -preguntó tomando un sorbo de cerveza.

-Todas las tardes -respondí yo.

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-¿Y eso os asombraba?

-Claro.

-¿Y no te asombra lo contrario? ¿No te asombra que cuando das un salto regreses misteriosamente a la tierra en vez de dispararte hacia el espacio?

-Pues no.

-Pues eso es porque estás tonto -me dijo-. Y ahora déjame en paz, que estoy esperando a una persona.

Me retiré, ofendido, hacia el otro extremo de la barra y pedí una ración de pulpo. Al poco llegó la esposa del ex cura y se pusieron a hablar mientras tomaban unas patatas bravas. Yo no dejaba de vigilarle disimuladamente, con una mezcla de resentimiento y admiración. No conocía muchos matrimonios felices, pero aquél, evidentemente, lo era. En un momento dado, me pareció advertir en el tal Benito un temblor del que ninguno de los parroquianos se dio cuenta. Entonces miré hacia el suelo, hacia sus pies, y vi que sus zapatos se habían levantado unos cinco centímetros por encima de las cáscaras de gambas y los huesos de aceituna. La levitación duró unos segundos y estoy convencido de que me la dedicó a mí. Cuando sus pies se posaron de nuevo sobre el suelo, me guiñó un ojo. El miércoles pasado murió este santo. Me enteré por casualidad, pues ya no voy por el barrio, y he querido dedicarle unas líneas. Descanse en paz.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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