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Reportaje:

El pecado de la ciudad moderna

El urbanismo y la arquitectura, ayudados por el vasto poder constructor que les ha otorgado el cemento armado, la plasticidad y solidez de los nuevos materiales y la grandiosidad arrogante de la política moderna han olvidado con harta frecuencia a los seres humanos que moran en sus espacios públicos. A pesar de las necesarias matizaciones, ésa parece ser la poco amable realidad. Por eso predomina la desazón y sensación de que la nuestra, la más urbana de las civilizaciones que el mundo haya conocido, se tambalea sobre un cierto fracaso, el de su incapacidad de haber creado ciudades para verdaderos ciudadanos. Persiste por ello la añoranza de Atenas, la que podríamos llamar nostalgia del ágora. El ágora, ese espacio profano y sagrado a la vez, mercado por la mañana, hogar de la democracia por la tarde, sede natural del diálogo y de la convivencia cotidiana siempre.

La desazón se refleja en va

rias publicaciones recientes. Alguna, como el brevísimo y desolado ensayo de Mike Davis, no ve salida a la situación. Basado en la metáfora extraída de la película Blade Runner (su título original en inglés es Beyond Blade Runner), proyecta sobre el mundo la caótica experiencia de Los Ángeles con sus explosiones ciegas de ira entre racial y clasista y lo amorfo de un inmenso territorio que niega la idea misma de ciudad. Ese mismo temor salpica a las otras reflexiones, pero no arredra a sus autores. Compuestos los libros que reseño antes del horror neoyorquino del 11 de septiembre, reivindican posibilidades y realizan propuestas singulares, dignas algunas de ser incorporadas al pensamiento de los urbanistas y arquitectos, así como al de los gobernantes responsables de las políticas urbanas.

Jordi Borja y su colaboradora Zaida Muxí encabezan un libro cuya noción central es la de que el espacio público (la calle, y no sólo los parques, teatros, mercados) debe reunir las condiciones necesarias para dar abrigo a ciudadanos, o hasta para crearlos. Considerar que el espacio público es algo residual entre los caminos y los edificios es el pecado original del urbanismo contemporáneo. La unidad central del espacio público es la ciudad misma, como obra de arte y como obra de vida en común. Y la ciudad es, sobre todo, la gente de la calle, la ciudadanía. Estas cosas tan obvias perecen a manos de la megalópolis, los ámbitos metropolitanos, el colosalismo y esos 'no-lugares' del exceso y la sobreabundancia cuyas funciones nos alejan de la interacción creativa entre ciudadanos. Avenidas grandilocuentes (¿dónde la Castellana pierde su entrañable belleza para transformarse en su vacía prolongación?), autopistas orbitales (¿la londinense M25, la madrileña M40?), aeropuertos gigantescos, torreones kitsch, aparcamientos de insufrible monotonía y repetición, agobian la ciudad. La alejan de sí misma. La mayoría de los trabajos que componen esta recopilación, empezando por el prólogo de Oriol Bohigas, se inclinan por espacios de nueva intimidad, y lo hacen desde una perspectiva pública. Esperan poco, o muy poco, de la privatización de los espacios públicos. Aunque no excluyan la colaboración entre lo público y lo privado. (El parque tropical de la estación de Atocha es un lugar para el sosiego frente al ruido externo, pero también acoge tiendas y negocios privados en su entornao).

Los diversos estudios, comen

zando por el de los dos autores, redactores de la primera parte del libro, se inclinan por una reestructuración pública (osaría decir que política) de las urbes modernas, con lo cual elaboran una crítica acerba del laisser faire en urbanismo. Sus remedios contra la delincuencia, la llamada inseguridad ciudadana y la violencia urbana, giran en torno a la creación de espacios dignos, y hasta hermosos, en los barrios marginados, los suburbios malditos y las zonas para excluidos. Lo interesante de su argumento, empero, es que Borja y Muxí insisten en la paradoja de que ciertas políticas urbanísticas, como las llamadas de seguridad, no hacen sino crear mayor inseguridad. Las cosas no se van a arreglar levantando muros y creando desiertos para la convivencia, ni sustituyéndolos por centros comerciales protegidos y urbanizaciones con guardias de seguridad, sino integrando, redistribuyendo y consolidando la ciudad como red de espacios públicos.

Que la empresa no está ni mucho menos perdida es lo que pone de relieve el estudio de Ángela López sobre Zaragoza, en el que, en lugar de mirar al problema desde fuera, por así decirlo, bucea en la ciudadanía misma para desvelar la teoría que ésta tiene de su propia ciudad. Lo que dicen de su propio espacio urbano de vida los zaragozanos, en una vasta y permanente conversación, es lo que intenta escrutar la autora. No es una encuesta, sino un esfuerzo por escuchar y tratar de entender. El pueblo (concepto hoy en extraño desuso), la ciudadanía, elabora en perenne conversación su propio mundo, habla su ciudad y la juzga, tanto estética como moralmente, más allá de lo que pueda decir de sus políticos o de sus gentes con poder y tal vez gloria.

Oriol Nel.lo, como director que fue de la Encuesta de la Región Metropolitana de Barcelona, sabe mucho de esto. Por ello, entre otras cosas, habla con autoridad de los problemas que aquejan las modernas megalópolis. Su propuesta, en la que algunos han visto algunas intenciones políticas (¿y por qué no debería tenerlas quien posee convicciones firmes como ciudadano?), se basa en cierta idea de la descentralización urbana y su sustitución por una red de ciudades habitables, de tamaño comprensible y decente. La vieja idea de que, una vez urbanizado el mundo, hay que 'desurbanizarlo' para crear redes y no monstruos, reemerge en la obra de Nel.lo. Hay que ir según él hacia una 'ciudad de ciudades', una polis común pero con sus lugares habitables y autónomos. Si le interpreto bien, lo que él desea es acabar con la dicotomía centro y periferia, repartir dignidad cívica así como lo que suele llamarse calidad de vida. Su argumentación gira en torno al caso de Cataluña, pero es fácilmente generalizable a toda España u otros países de igual tamaño.

No podía faltar (así andamos) algún arbitrista de la electrónica cuya admiración fetichista por el invento le inspire visiones más cercanas a la ciencia-ficción. William Mitchell, especialista en estas cosas, propone mudanzas arquitectónicas y urbanas que se adapten a lugares virtuales que serían paralelos a nuestro humilde tránsito peatonal, amén del mecánico. Sagaz en la presentación, el autor es el decano de la Escuela de Arquitectura en el MIT de Boston, pero también un buen espécimen del optimismo inmoderado respecto al mundo feliz que nos deparará la tecnología en la elaboración de lo que, con dudoso sentido del humor, llama 'e-topía'. Quien lo lea concluirá, ay, que no la e-topía que nos propone, sino la vieja utopía de santo Tomás Moro, la que sigue siendo aún la última palabra sobre cómo imaginar un mundo urbano plausible y moderadamente feliz.

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