La consagración de la primavera
Ha llegado la primavera. Primero llegó al El Corte Inglés y luego se derramó por ahí con sus bálsamos, sus colores, sus sarpullidos y sus catarros de nariz. Por llegar llegó hasta la Antártida aunque en aquellos parajes, como son antípodas, se le llama otoño y en vez de calentar la sangre calentó los hielos al punto de desgajar un iceberg del tamaño de Álava. El fenómeno ha causado el natural susto en Ajuria Enea, porque si ya es casualidad que la patrona de Vitoria-Gasteiz sea la Virgen Blanca no lo es menos que ande escindiéndose por ahí un territorio blanco del mismo tamaño y parecida orografía. Por no decir constitución, que ya serían palabras mayores. Menudo dilema diplomático, porque tampoco se trata de alarmar a la población de este nuestro país con label ni disgustar a su capital pregonando a los cuatro vientos que ha soltado amarras un pedazo de hielo poblado de pingüinos y focas, porque bastante tienen con que les llamen babazorros. Pero ¿y si fuera un presagio? Peor, ¿y si fuera una separación en toda regla, aunque en otras coordenadas espacio-temporales? ¿Por qué no va a haber agujeros blancos si hay agujeros negros? ¿O no conectan otros mundos?
La culpa la tiene el recalentamiento -global- de la atmósfera. Las serpientes de verano llegan en marzo. Como lo de Idaho. Es lo que tiene. Me refiero a la normalidad. Cuando los asesinos no asesinan y sus aprendices presionan menos da toda la impresión de que vivimos en una sociedad normalizada y nos damos a fantasear, por mucho que no se trate más que del anticipo de lo que será cuando unos y otros no existan. Bueno, también tiene su importancia el hecho de que callen quienes están dando la matraca todo el santo día sobre la necesidad de hacerse un iceberg, pero mayor, ya que sirve para poner de manifiesto que la gente el único hielo que prefiere es el del whisky o, a lo sumo, el de los granizados de limón. Ocurre lo que se conoce como aburrimiento democrático, ya saben cuando llaman a las seis de la mañana a la puerta y es... Churchill. O el vecino de abajo buscando que se haga causa común contra los practicantes del botellón que no le dejan dormir. Lo podríamos llamar el factor bicicleta: si no se pedalea, se cae. Me refiero a que quienes rigen nuestros destinos inmediatos saben que como pase una hora sin hablar de la resolución del conflicto, que, no lo olviden, parece ser político, la gente tiene la tonta costumbre de no acordarse.
O de aburrirse. Lo dijo un sabio: 'Aburrido es el que habla de sí mismo cuando nosotros queremos hablar de nosotros'. También se aburría Oblomov, el personaje creado por el escritor ruso Goncharov allá por la mitad del XIX. Sólo que en su caso concurría asimismo la pereza. Oblomov era un hombre de sofá pero como entonces no había televisión se echaba culebrones mentales. Y le agradaban. Vamos, que se sentía enaltecido con ellos. Era hombre de grandes planes que nunca llevaba a efecto, un campeón de las palomitas mentales y de los refrescos con sueño. A veces, asegura Goncharov, 'sentía el desprecio por los vicios humanos, por las mentiras e imposturas, por el mal que hay derramado en el mundo y se inflamaba en el deseo de indicar al hombre sus llagas, y de repente, en la cabeza le nacían ideas que crecían y alborotaban como olas del mar y luego se desarrollaban en intenciones, le encendían la sangre, hacían que se movieran sus músculos y se hinchasen sus venas; y las intenciones se transformaban en aspiraciones; movido por aquel impulso moral, cambiaba rápidamente de postura dos o tres veces en un minuto y con ojos fulgurantes, medio se incorporaba en el lecho, extendía la mano y lanzaba a su alrededor miradas llenas de inspiración...'.
Pero ahí quedaba todo, en el umbral del acto. Cansado por tamaño esfuerzo, el singular Oblomov volvía a reclinarse y dejaba que su conciencia le susurrara: 'Ya has hecho hoy bastante por el bien común'. La primavera también produce a veces algo parecido. O sea que la sangre nos hierve a la baja. Entonces creemos que ya estamos normalizados y que Oblomov es nuestro héroe y que podemos dedicarnos a la bicicleta y al iceberg, pero son las seis de la mañana y a nuestra puerta llama el lechero con la... gasolina.
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