Letras
Mi abuela había aprendido a leer por sí misma, estudiando furtivamente las revistas del corazón que llegaban a sus manos y cuyo contenido rumiaba practicando un murmullo entre dientes, como si necesitara masticar las palabras antes de almacenarlas en la memoria. Fue la más afortunada de sus hermanas. Una de ellas, que venía a vernos en vacaciones, era perfectamente analfabeta y vivía en un mundo carente de signos, donde no existía una cosa que no fuese lo que declaraba. Recuerdo que un día, siendo yo pequeño, paseábamos por Sevilla y la anciana mujer me preguntó qué cosa era aquel edificio tan descomunal e imponente que se alzaba en la acera de enfrente y sobre el que se estampaban las letras enormes de la palabra 'hotel'. Entendí que mi pobre tía se hallaba próxima a ese universo oscuro e indiferenciado en que se mueven los ciegos, en donde tan difícil resulta estar seguro de por qué sendero se camina. Para mi tía los objetos estaban mudos, los letreros que flotaban en los techos de los supermercados y los escaparates de las peluquerías eran inútiles como inscripciones etruscas, los libros constituían farragosos basureros de manchas de tinta. Esa tarde, traté de imaginarme lo que sería la vida sin esa práctica imprescindible, la lectura: no me hizo falta mucho tiempo para comprender que me resultaría imposible llegar a casa a través de la red de galimatías de las paradas de autobuses, que no podría controlar el precio de la carne, los huevos, el tabaco y la piruleta, que los tebeos que recorría noche a noche antes de dejarme vencer por el sueño perderían todo su interés después de que sus personajes se hubieran quedado súbitamente sin voz. Desde entonces, sigo convencido de que la falta de palabras nos impide entender el mundo, pero sobre todo nos impide descifrarnos a nosotros mismos: mi tía era incapaz de consignar sus impresiones en la página impar de un cuaderno, de trenzar un poema conmovida por la muerte de uno de sus hermanos; y era incapaz, sobre todo, de recordar aquellas impresiones y aquel hermano años o décadas después de haberlos olvidado, simplemente dejando resbalar los ojos sobre los trozos de papel en que los podría haber almacenado mediante símbolos.
La escasez de lectura estorba nuestro conocimiento del universo, y sobre todo estorba el conocimiento del alma misma. Cotejados con otras voces y otros pareceres, nuestros pensamientos adquieren forma, consistencia, madurez, y nos permiten hacernos una imagen cabal de quiénes somos y del medio en que nos desenvolvemos. No hay más remedio que recibir con preocupación las últimas estadísticas sobre hábitos de lectura en España, que revelan que prácticamente la mitad de personas de este país no abre un libro en su vida, y, en el caso de hasta un 30%, sólo porque 'no les gusta'. Así, me parece a mí, es mucho más fácil equivocarse, sufrir, servir de instrumento a quien no se conoce. La contrapartida se halla en la deliciosa noticia que conocíamos el sábado: Celia Sierra, una niña de 13 años, ha arrostrado toda la miseria y los obstáculos de un barrio marginal de Sevilla, el Vacie, para buscar la amistad de las letras. Creo que en su conmovedora afición a los libros se encierra la verdadera moraleja de este artículo; y es que, parafraseando ese eslogan de San Pablo que tanto repiten los púlpitos, el papel os hará libres. Con tinta, claro.
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