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Columna
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La calle

Josep Ramoneda

Decididamente el PP sigue sin entender de qué va Cataluña. Y sigue sin tener demasiado claro que la democracia es algo más que un mecanismo para alcanzar el poder. Una parte importante de la masiva participación en la manifestación del sábado por la tarde se debe al PP (y en menor parte a CiU, que desempeñó una vez más, y ya van muchas desde que el PP gobierna, un papel de comparsa del que ahora debe arrepentirse), que, con su aparatosa campaña de satanización por tierra, mar y aire de cualquier posición crítica con la vía ortodoxa hacia la globalización, provocó una espontánea reacción democrática que llevó -por pura responsabilidad cívica- a la calle a mucha gente que, en otras circunstancias, probablemente no habría ido. La caza de brujas tiene estas cosas: asusta a los más pacatos, alenta las vilezas, pero también despierta a los que creían que estos peligros estaban superados y se dan cuenta de que hay que salir de la indiferencia para defender la base más elemental de la democracia: la libertad de discrepar.

Si las protestas no fueran contra problemas reales, no habría salido tanta gente a la calle

Con todo, no ha sido obviamente el PP ni el único ni el principal artífice del éxito de las movilizaciones de los críticos con la globalización. Han mediado otros muchos factores, especialmente dos: el malestar por el modo en que se están haciendo las cosas, que crece; y la revisión de su relación con la violencia por parte de la mayoría de los grupos que crearon el movimiento llamado antiglobalización, despejando cualquier ambigüedad.

El malestar crece: la gente se niega a aceptar el fatalismo que la mayoría de gobernantes vende, como si no hubiera otra vía posible en el proceso de globalización que dejar que la política legalice y legitime las decisiones del poder económico. La negación de toda opción alternativa resulta especialmente lacerante para la conciencia democrática, porque sin alternativa posible no hay elección, y sin elección no hay política. El giro hacia el militarismo sin eufemismos dado por la política americana después del 11-S ha contribuido también a aumentar el malestar. La seguridad como ideología dominante no augura nada bueno para el sistema de libertades. Una parte de la ciudadanía desearía ver a Europa defendiendo su modelo de modo menos vergonzante. Pero el fatalismo economicista no deja margen para las alternativas: hay un solo modelo -según predica Aznar- y a él hay que adaptarse. Afortunadamente, siempre nos quedará París. Un Estado con tradición democrática, con una escuela pública laica y fuerte, con cierto sentido de lo público que no se vende a cualquier quimera individualista, y una cultura que no se deja arrastrar fácilmente por las fábulas del neoliberalismo, todavía marca algunas diferencias. (El único candidato neoliberal a la presidencia la República, Alain Madelin, no alcanza el 5% en las encuestas). Lo comentábamos con Pere Esteve y Joan Colom el viernes por la tarde: ¿alguien se ha parado a pensar que los dos países aguafiestas de las propuestas desregularizadoras de Aznar, Francia y Alemania, están en la vanguardia europea de la competitividad y de la protección social?

La cuestión de la violencia. Han pasado muchas cosas desde Génova. Sin duda, el 11-S no es ajeno a los cambios producidos, porque si quedaba alguna legitimidad a la violencia antisistema allí quedó definitivamente borrada. Pero ha habido también un proceso de reflexión en los grupos llamados antiglobalización. Y muchos de ellos se han dado cuenta de que con la violencia estaban condenados a la marginación y a la desaparición en poco tiempo. La violencia les separaba de una ciudadanía que no está para estas cosas. Al fin y al cabo, muchos de los que han participado en estas movidas se consideran pacifistas.

Al mismo tiempo se ha ido produciendo el natural decantamiento por la fuerza de las ideas. La dinámica de los hechos ha ido separando a los que tenían cosas que decir de los que sólo tenían ganas de pegar. Y estos últimos han entrado en la dinámica grupuscular. La acción contra Cassen -uno de los líderes de Attac- confirma que los grupos violentos se sienten fuera de juego, al quedar cortados del grueso del movimiento.

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En fin, la prensa, al acoger las ideas de los críticos de la globalización, ha desmontado el argumento de que sólo salían en los periódicos cuando rompían cristales. A pesar de que alguna prensa madrileña todavía ha dado más papel a los pocos centenares de manifestantes que tiraron piedras que a los centenares de miles que se manifestaron pacíficamente. Para algunos hay que encontrar siempre la manera de dar la razón a Aznar, aunque sea contra toda evidencia.

La presencia de partidos de la izquierda del arco parlamentario en los actos y las manifestaciones de crítica al proceso de globalización debería ser un síntoma positivo de que se entiende el malestar existente y que la fuerza de atracción del imán del poder no les hace perder el mundo de vista. Al fin y al cabo, las reclamaciones de los movimientos críticos con la globalización podrían resumirse en una: recuperar la política. Y la izquierda debería estar interesada en ello. Es decir, en aceptar que no sólo de economicismo vive el hombre, que las razones del bienestar son muchas más -y mucho más complejas- que el crecimiento del PIB y la competitividad, y que la política no puede ser nunca estrictamente tecnocrática porque se debe a los hombres que hablan otro lenguaje, que tiene que ver con percepciones, con sentimientos, con deseos, con necesidades, con sensibilidades que tienen poca cabida en las tablas estadísticas y en las cuentas de resultados.

El movimiento antiglobalización tiene todas las hechuras de las comunidades afectivas que se forman en la sociedad mediática ante hechos y situaciones concretas, nacen, crecen, desaparecen, reaparecen. Por esta misma razón es precario y de perímetro variable. Y de hecho pasó una crisis en la que algunos lo dieron prematuramente por muerto, después del 11-S. Esta vez una superposición de hechos hizo que alcanzara su suma máxima. De modo que todo lo que tiene de sintomático está sobre la mesa. Y se equivocarán los que piensan que todo se reduce a unos cuantos nostálgicos de las revoluciones frustradas y a unos cuantos jóvenes necesitados de emociones fuertes.

Decía Romano Prodi que las manifestaciones no eran contra Europa sino contra el proceso de globalización. En parte tiene razón, entre otras cosas porque Europa podría ser la esperanza de muchos de los manifestantes. Pero para ello los gobiernos europeos tienen que romper el aislamiento del que hicieron gala parapetados en el castillo de Pedralbes. No se puede esconder en la seguridad un déficit real de comunicación con la ciudadanía: un intento deliberado de despolitizar la sociedad -en nombre del fatalismo económico-, que es lo que se les están devolviendo en contra. Abandonaron la calle y ahora la calle les contesta. No será contra la Unión Europea, siempre y cuando Europa sepa escuchar y atender unas demandas que -más allá de la mezcla (y confusión) de gentes, de ideas y de propuestas- responden a problemas e inquietudes reales. De lo contrario, no habría salido tanta gente a la calle.

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