El verdadero rostro de Europa
Barcelona está orgullosa de ser, estos días, capital de Europa. Con la particularidad de que nuestra ciudad será el escenario de un 'estreno' fundamental. Aquí se reunirán por primera vez los representantes de los países miembros con los de los países que aspiran a integrarse en la Unión Europea: la 'foto' de la Europa de 2004 la veremos, por primera vez, en Barcelona. Y tiene importancia esta imagen porque a partir de ella tenemos que labrar un nuevo equilibrio para Europa, y en parte es eso lo que se dirime en la cumbre de Barcelona. Necesitamos una nueva organización para esa Europa ampliada -más democrática, más representativa, con más y mejor participación- y ya se está trabajando en ella, pero seguramente necesitamos un nuevo modelo, más sólido y complejo, de cohesión, porque los países que llegarán desde el este no tienen, en general, la situación económica y social de la que disfrutamos los que ya estamos en la Unión Europea, en la Europa simbolizada en el euro (con perdón de los británicos...).
Esto se debatirá en Barcelona porque ésta es una cumbre con un temario acendradamente económico, pero también porque estará presente en la mente de todos la vocación de profundizar en la Europa de la cohesión, la solidaridad y la libertad. Es importante y es legítimo que Europa haga el esfuerzo de construir un espacio económico propio y potente, que le pula las aristas al mercado interior, que proyecte sus lazos exteriores. Es importante entre otras cosas porque Europa puede ser, debería ser, la alternativa inteligente a la globalización ultraliberal. Es decir, una alternativa que surge precisamente de una extensa zona de prosperidad y equilibrio: que por lo tanto proclama que el mercado puede ir junto con las personas.
Este mercado omnipresente, que parece gobernar el rumbo de estados y naciones, de pobres y ricos, no es una creación europea. Es producto de una ideología económica concreta (todas las ideologías son a la postre económicas, lo que ocurre es que en nuestra ingenuidad tardamos en reconocerlo). Una ideología que durante una década o dos galopó desbocada por el mundo sin que nadie le picara el hombro para decirle: frene, frene, que no vamos bien. Europa es hoy ese gesto en el hombro. Y lo es porque puede: porque desde la cumbre de Lisboa se planteó el reto -tremendo reto- de poner su economía a la altura de la economía regente, la de Estados Unidos. Aquel de Lisboa era un momento de euforia quizás excesiva, pero no estaba mal la pretensión: no tendría sentido intentar demostrar nada con una economía subsidiaria. Por lo tanto, la apertura y la dinamización del mercado interior y exterior es necesaria y deseable. Yo mismo lo he recomendado a las empresas que sustentan el dinamismo de Barcelona: que crezcan, les he dicho, que salgan fuera, que compitan.
Ahora bien: entrar en este modelo de mercado único y universal, con sus reglas y sus perversiones, no significa adoptar también el modelo de sociedad que le dio origen. A este mercado hay que acudir con los ojos abiertos, con un recio blindaje moral y conceptual para no perder el norte. Es cierto que en algunos aspectos Europa no puede competir con el sistema americano, como tampoco iguala de momento su solvencia científica, pero la competitividad necesaria no puede pasar por la renuncia de nuestro modelo social, porque esto es una cuestión de herencia. Las herencias no se dilapidan sino es con un alto coste de identidad y de nobleza. Después de todo, Europa es la cuna del humanismo: el Renacimiento ya nos enseñó que la escala humana es la medida de todas las cosas. Las sociedades europeas aprendieron, a golpe de guerras, que no podían dejar a sus ciudadanos a la intemperie, que la dignidad no es una cuestión de mercado. El mercado funciona para los que funcionan y el resto, los descolgados, van a las perpetuas bolsas de exclusión: eso no es Europa. Europa es más humana, porque es más justa.
Las sociedades no pueden renunciar a sus valores. Bien está desregularizar mercados energéticos -algo que todavía no ha pasado en España, por cierto, y así nos luce el pelo-, pero espanta un tanto oír hablar de 'reformar mercados laborales no eficientes', en esta terminología fría y cortante que usa el eje Madrid-Roma-Londres, esta última una alineación extraña si no fuera por la vocación americana de los británicos y la costosísima herencia de Mrs. Thatcher. ¿Es eficiente desproteger al trabajador? ¿Es eficiente el contrato-basura? ¿Es eficiente que Lear deslocalice su producción, cierre en Cervera y abra en Polonia, sin que nadie le chiste en su huída sin pérdidas? Estas cosas necesitan una reflexión profunda, seria y consecuente.
Muchas voces abogan por una Europa de valores más solidarios. El gas o la electricidad pueden ser elementos importantes en esta cumbre de Barcelona -con o sin acuerdo-, pero no pueden eclipsar la Unión Europea de los ciudadanos, que es la que queremos. Más Europa, no menos, y en más ámbitos que los meramente de mercado. La Europa de la libertad, la controversia y la paz, fruto del acuerdo, no de la imposición. La Europa económicamente unida pero, más importante aún, cívicamente unida. La Europa de la muy rica, densa y diversa red de ciudades con voz propia (y sin voz, de momento, en la Convención). No importa que esa Europa se mire en el espejo americano para aprender lo que de bueno pueda tener, pero no sólo en el americano. Por encima de todo debemos preservar las profundas lecciones aprendidas dolorosamente en el convulso siglo XX, el mejor en muchos aspectos y también el más cruel. Aprovechemos este poso de verdadero conocimiento que tenemos las sociedades europeas. Con ambición y sin complejos.
Joan Clos, es alcalde de Barcelona
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