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LECTURA

Los años oscuros de Cela

He llamado 'años oscuros' a aquellos en los que mi padre, tras el divorcio primero y la anulación después del matrimonio religioso con mi madre, se mudó a Guadalajara, y a Madrid más tarde, cambiando de vida y hasta de forma de ser. Son oscuros sólo para mí y para los amigos innumerables que dejó en el camino, amarrados a su primera etapa. En realidad, mi padre no fue nunca tan visible y notorio como en sus últimos años, personaje permanente de la jet set y huésped continuo de la prensa rosa. Pero al mismo tiempo esa vertiente pública se completaba con otra particular, privada, en la que a su mundo sólo se tenía acceso -Dios sabrá por qué razón- conociendo la palabra clave. Nunca me interesé por los rituales que permitían hacerse con ella, quizá porque mi sentido de la dignidad era el que mi padre me había enseñado, a sangre y fuego a veces, durante toda su vida anterior.

De mi padre se ha dicho que era altivo y humilde, desconsiderado y atento, cruel y tierno, agresivo y pacífico. Todos esos CJC existieron con certeza y costaría mucho trabajo separarlos
Me cuesta muchísimo reconocer a mi padre en el personaje de las fotos de los años oscuros. Le veía disfrazado con chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, como si fuera carnaval y quisiera ir de almirante
Todos los días, por la mañana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras él me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permitía

Mi padre volvió a Palma en muy raras ocasiones desde entonces. Cuando nació su nieta Camila. En ocasión del bautizo de la niña. Para recibir algún homenaje aislado, y se acabó. Mallorca, como quedó patente a la muerte de mi padre, fue borrada con meticuloso afán de su vida y, a la manera de una operación más de ésas que tantas veces han intentado reescribir la historia, desaparecieron de ella personas, lugares, recuerdos y afectos.

El nacimiento de Camila fue entre todas las pocas ocasiones para la vuelta a la isla, creo, la que se justificó de forma más espontánea. Ya al quedar embarazada Gisèle, y mientras guardaba cama por prescripción facultativa, mi padre, vecino aún de La Bonanova, se había acercado, feliz, a nuestra casa a verla.

-Si nace un niño, le doy un millón de dólares.

-¿Y si es una niña? -le preguntó, con muy poca guasa suiza mi mujer.

Mi padre se quedó pensativo, pero no por mucho tiempo.

-Si es una niña, la admitiremos en la familia. (...)

Poco después de esa visita vino la marcha de Mallorca y la transformación, lenta primero y mucho más rápida después. El crepúsculo cuando avanza la noche se comporta de una manera muy semejante.

Me cuesta muchísimo reconocer a mi padre en el personaje de las fotos de los años oscuros. Le veía disfrazado con chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, como si fuera carnaval y quisiera ir de almirante, o llevando unos bombachos color beis y calcetines a cuadros. Le veía con un gato en brazos, cuando antes la única relación que tuvo con esos pobres animales fue la de sus perros bóxer persiguiéndolos. Leía que ponían en su boca expresiones un tanto ñoñas, de aquellas que CJC me había enseñado que no debían jamás ni insinuarse, y menos aún en público. Cambió de gustos, pues, y de forma de pensar. Cruzó el abanico de las ideologías para instalarse en el extremo opuesto. Se introdujo en círculos de amistades formados por aquellas personas a las que el CJC de antes apenas hubiera atendido más allá de un segundo. Pero lo hizo, y eso basta; de acuerdo con las reglas de juego que me legó, no cabe ni el juicio, ni la crítica, ni el reproche, porque cada cual es libre de llevar su vida hacia donde le plazca. Puede que esos cambios fuesen el resultado de una carrera hacia delante que una persona de tanto amor propio como mi padre no podía detener, so pena de aceptar que se había equivocado. Puede que, muy al contrario, fuera esa vida la que quiso vivir de veras y hasta las últimas consecuencias, porque mi padre no hacía nunca nada a medias. Puede que influyese, quién sabe, el que Camilo José Cela estuvo muy cerca de morir en el año 1988 y entendió que se le regalaba una nueva oportunidad para ser vivida con todas sus consecuencias.

A vida o muerte

En la primavera del año anterior al Premio Nobel, mientras Fernando Corugedo, Emiliano Piedra y mi padre discutían en la casa de La Bonanova cómo adaptar El Quijote a la televisión, CJC se sintió enfermo. De ahí pasó al quirófano casi de inmediato, luego de que José Caubet, uno de sus amigos más íntimos, consultase con Alfonso Ballesteros -amigo también y médico de cabecera, en el sentido más estricto del término, de la familia- y el cirujano Miguel Llobera -¿habrá que repetir que se trataba de un amigo más de los que quedaron por el camino en los años oscuros?-, cuáles eran las miasmas que le rondaban por las entrañas a mi padre. Los síntomas eran pésimos. El doctor Llobera me lo soltó de sopetón y sin disfraz alguno en el vestíbulo de la casa de La Bonanova, lejos del cuarto desde el que mis padres podían oírle: 'Todo apunta al cáncer'.

Una primera operación rebajó -aleluya- el diagnóstico al de divertículos intestinales. Pero mi padre no se recuperaba; muy al contrario, los dolores, la fiebre y el malestar iban en aumento.

En el otoño de ese mismo año, creo recordar que fue en noviembre, la enfermedad había llegado tan lejos que mi padre se puso en manos de otro de los amigos de siempre, José Luis Barros, el cirujano que le había disputado nada menos que al marqués de Villaverde, el yerno de Franco, un cargo muy prestigioso. (...).

Cuando Barros examinó a mi padre se quedó preocupadísimo. La operación era imprescindible, pero tenía que hacerse estando CJC en unas condiciones de salud pésimas y sin tiempo disponible para recuperarlo. En la víspera, José Luis Barros me pidió que fuera a verle a su casa. Me recibió con una elegantísima chaqueta de lana de cachemira (era todo un señor que no podía borrar el gesto de angustia de su cara). Me llevó a su biblioteca y allí, al amparo de los libros, me lo dijo sin más preámbulos.

-Lo más probable es que tu padre no salga vivo del quirófano.

¿Qué cabe replicar cuando uno oye algo así? Mi reacción fue estúpida. Dije que no, que debía haber algún error, que eso no podía ser posible, que mi padre era toda una fuerza de la naturaleza. José Luis me miró con lástima.

-Sus pulmones están casi inutilizados. Menos mal que le hice una radiografía de tórax. Es un disparate operarle, pero no podemos perder ni un solo día más porque el riesgo de peritonitis es muy alto. Es muy posible que se muera de todas formas.

No me atreví a decírselo a mi madre, que se había trasladado conmigo hasta Madrid para estar con CJC en los momentos más difíciles, pero tampoco era cosa de ocultarle lo que parecía inevitable. Opté por echar mano de mi época de ingeniero y acudir a los números, que todo lo confunden. Le dije que había unas probabilidades del 50% de que se salvase. (...)

Barros me pidió que no me moviese de la puerta del quirófano mientras operaba a mi padre, que entró allí con la cara de un color gris ceniza jamás visto antes en quien era todo empuje, todo vida. Cosa de una hora más tarde el cirujano me pasó un bote de vidrio metido dentro de una bolsa de plástico. Contenía una muestra del tejido enfermo del intestino de mi padre. En la clínica de la calle de Juan Bravo no disponían de los medios precisos para analizarlo y yo tenía que cruzar Madrid hasta un hospital más grande en busca de un departamento con laboratorios capaces de lograr un diagnóstico rápido. Mi padre iba a permanecer con el vientre abierto en la mesa de operaciones entre tanto.

Es una pesadilla que vuelve a veces: el recuerdo de mis prisas angustiadas recorriendo Madrid en una noche de lluvia, la imposibilidad de encontrar un aparcamiento a mano, la llegada a la sala de urgencias en la que, a cada instante, acudía una ambulancia -un navajazo, un accidente de tráfico, una sobredosis- y donde nadie sabía darme razón del médico que yo buscaba. Resultó estar en el departamento de necrología. ¡Vaya augurio! Media hora más tarde, con la noticia magnífica de que no había tumor alguno en la muestra, me resultó dificilísimo dar con un teléfono, y al toparme con él representé toda la secuencia de la histeria: los duros no entraban, la línea no sonaba, los dedos no acertaban a marcar el número escrito en el papel, que apenas veía en la penumbra. Pero la moneda en el aire había caído del lado de la absolución, al menos momentánea.

Tara heredada

No me arrepiento de mis nervios y de mi poca serenidad en aquella noche. No puedo: se trata también de una tara heredada. Cuando en los años cincuenta, ya en Mallorca, mi madre sufrió un colapso que la llevó al borde del cementerio, la reacción de CJC fue la de encerrarse bajo llave en el enorme cuarto de baño de la casa de José Villalonga y ponerse allí a dar vueltas, una tras otra, mientras Charo yacía en el suelo de su cuarto.

Tras la operación a cara o cruz de CJC siguió a lo largo de semanas la recuperación del enfermo, con su cuerpo machacado por dos operaciones en pocos meses y unos pulmones apenas capaces de oxigenar la sangre. José Luis Barros fue, una vez más, claro y terminante.

-El riesgo continúa. (...)

Ahí me quedé, pues, de enfermero a la fuerza con el enfermo peor que pueda imaginarse. Todos los días, por la mañana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras él me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permitía. Los enormes dolores que le producía el caminar no le apagaban la voz. Se lamentaba de haberme engendrado, de que yo no estuviese ejerciendo de ingeniero en Siberia, de haberse dejado olvidada su bayoneta en Palma... (...)

Mi madre no estuvo de continuo junto a la cama de convaleciente de mi padre. Se retiraba todos los días durante un rato para que ocupase su lugar otra persona. Después, al ser CJC dado de alta, mi madre volvió a La Bonanova sola, en silencio y sin una palabra de reproche. Jamás salió de su boca ningún juicio adverso ni el más mínimo signo de condena. Los muchos golpes que siguieron los vivió callada, guardándose para sí sus pensamientos de los más de cuarenta años de su vida con CJC. Sólo en una ocasión, bajo el acoso de un miserable que se coló en su casa porque un idiota -yo- le dejó pasar bajo la promesa de que sólo quería saludar a quien era una antigua amiga suya, salieron a la luz unas palabras en las que mi madre se permitió bajar la guardia, confesando o quizá imaginando que las infidelidades fueron en su matrimonio lugar común. Por una vez le ganó el orgullo de mujer abandonada.

Después, el silencio. Silencio de ella al que debo yo hacer justicia ahora con mi propia mudez. Los años oscuros deben permanecer así, en la penumbra en que se mantuvieron hasta el día 17 de enero de 2002, el día en que cumplía yo cincuenta y seis años. El día en que se murió mi padre.

(...) La tarde anterior, mi tío Jorge y mi tía Maruxa me habían advertido ya acerca de que la muerte de mi padre era inminente, pero no es posible estar preparado para recibir una noticia así. La necesidad de agarrarse a la esperanza nos había llevado a Jorge y a mí a tramar un plan de rocambolesca conspiración: en cuanto mi padre se recuperase un poco, lo bastante como para recobrar la consciencia, Jorge iba a colar a mi hija Camila en su habitación. Decía mi tío que nadie habría de reconocerla; seguro que lograba llevarla hasta delante de su abuelo. No hubo tiempo. Horas después de tramar el plan, mi padre decía basta.

El entierro

El ataúd no es de madera de boj, pero pesa como si lo fuese, como si hubiera de hundirse hasta el fondo en las aguas de la mar terrible de la Costa de la Muerte. Más de una vez, en el trayecto que va desde el altar de la colegiata de Iria Flavia hasta el cementerio, al pie del olivo donde mi padre eligió yacer para siempre, las fuerzas flaquean, aunque en el último momento un ángel acude arrimando el hombro para ahuyentar la catástrofe.

El orvallo cae empapando tumbas, losas, árboles y gentes con la mansedumbre que le sirve de telón de fondo a la Mazurca para dos muertos. Dicen que había ministros allí, aunque yo apenas los viese. Uno de ellos -no era Federico Trillo, ni tampoco Pilar del Castillo- o quizá uno de sus acompañantes refunfuña porque teme que la caladura se vuelva pulmonía al cabo. Pero eso no le preocupa a las gentes del pueblo de Padrón, mudas y quietas, que llevan horas de pie bajo la lluvia para darle el último adiós a CJC, al niño aquel que salió de Iria con muy pocos años y a su vuelta llevaba el zurrón lleno de premios y los estantes repletos de las ediciones de sus libros (...).

La luz perdida todo el día entre la neblina desaparece con el último sol, que más allá de los campos besa el horizonte al mismo ritmo en que el ataúd entra en la tumba. De pronto, el sacerdote que ha oficiado el funeral, el padre Xosé Isorna, detiene a los sepultureros. Hay un clavel blanco, solitario, abandonado sobre la caja mortuoria. El sacerdote lo coge, nos mira, viene hacia mí, me abraza y me lo da. (...)

Aquella tarde estaban en Iria amigos muy cercanos -Miquel Roca, Llorenç Huguet, Margalida Gili, venidos desde Palma; Paco Martínez y su mujer, Ester, de Madrid; Salvador Maresca, de Barcelona, que ayudaron a Gisèle, mi mujer, a mantenerme firme en los momentos más difíciles de todos. (...). El intento de impedirme que entrase, primero, en la fundación CJC, y luego, en la iglesia. La ausencia de mi nombre entre las etiquetas que indicaban los lugares asignados a la familia. El sofoco de la jefa de protocolo reclamándome que me fuese de allí, que yo no figuraba en la lista. La firmeza de Gisèle al decir que de ahí no me movía nadie. (...).

En los días que siguieron a su muerte fueron muchos los que me pidieron que hiciese una semblanza de mi padre. Este libro renovado es una buena respuesta. Si hubiera que resumirlo, a título de conclusión, cabría decir que hubo diversos Camilo José Cela metidos en el cuerpo de uno único, distintos Cela ocultos bajo un mismo ropaje. De mi padre se ha dicho que era altivo y humilde, desconsiderado y atento, cruel y tierno, agresivo y pacífico. Todos esos CJC existieron con certeza y costaría mucho trabajo separarlos, porque no existe prisma alguno capaz de descomponer la naturaleza humana en sus colores elementales. Para mí, sin embargo, hubo un solo Camilo José Cela: mi padre. Lo fue en los momentos buenos y en los malos, en los días de euforia y en los de la mayor amargura, cuando estábamos juntos y cuando nos separamos. En cierto modo, el Camilo José Cela que yo conocía, aquél con el que conviví durante más de cuarenta años, murió en la mesa de operaciones; José Luis Barros no pudo salvarle. El que quedó vivo se transformó hasta perder en apariencia todo lo de aquel vagabundo pobre y sucio que se pateó Castilla entera, y el Pirineo, y las tierras andaluzas, y los montes de Galicia, para dar fe de unas gentes sencillas y entrañables, de unos hombres, unas mujeres y unos niños que se convirtieron, lo quisieran o no, en sus personajes.

Es oportuna una semblanza final, un remate apto para lectores perezosos. Pero, ¿qué puedes decir de tu padre muerto, cuando son selvas enteras de tinta, de papel, de celuloide, las que se acumularon desde la mañana aquella en que Camilo José Cela pasó a la historia de forma definitiva esta vez? En Oficio de tinieblas, la novela que escribió mi padre sepultado dentro de un cajón de tela negra que le ocultaba cuanta imagen existiese a su alcance, puede leerse una mónada estremecedora, la que lleva el número 538. En ella dice Camilo José Cela lo que sigue: 'No aplaudas la resplandecedora turba de los sepultureros borrachos de ginebra en su desfile bien ensayado / no añadas resplandor al resplandor ni sumes turbiedad a la turbiedad / la historia no empieza a una señal como las carreras de caballos'. (...)

Hagamos acto de fe -Camilo José Cela fue un escritor que sobrevivirá a las cenizas de los fastos-, de esperanza -a CJC le leerán a lo largo de varios de los siglos venideros- y de caridad -ninguno de los lectores de entonces tendrá por qué cargar con el personaje artificioso, con el muñeco irreconocible en que lo convirtieron, con firme voluntad y propósitos nada ocultos, aquéllos a los que los dioses (confío) habrán cegado ya. (...)

Cuarenta años más tarde al vagabundo lo corona el rey de Suecia con los laureles más preciados que existen en el mundo de la literatura. No lleva ya la mochila, ni la boina, ni la bota a la cintura. Ha desaparecido la bayoneta rescatada de las trincheras de la guerra civil y también la bolsa con el pedernal y la yesca para encender los pitillos liados a mano. Ni atisbo queda de las botas aquellas de las siete leguas que cruzaron España toda, desde los Pirineos a las costas cercanas a África. Miremos con cuidado las fotografías, sólo aparece en ellas un leve detalle de inconformismo: la pajarita negra allí donde el protocolo impone una blanca. Pero ni siquiera eso es signo de desafío; supone sólo el testimonio del privilegio porque la Real Academia Española concede la bula de la corbata enlutada. ¿Es pese a todo el mismo escritor de siempre? Cuando buscas la respuesta a una pregunta así se debe mirar a los ojos. Yo, en aquel instante, lo intenté, pero no pude encontrarlos.

Los premios avanzan. El Príncipe de Asturias. El Cervantes. Incluso alguno de aquellos a los que el vagabundo de siempre no aludía si no era con el desprecio colgado de sus palabras. ¡Qué sorpresa! ¿Puede cambiar tanto un hombre? ¿Tan grandes llegan a ser sus vaivenes? ¿Tan estremecedora la vuelta del revés de sus ropajes?

La fe se agota. Intentemos con la esperanza.

El inmortal

Quiere el tópico que los escritores sean inmortales en la medida en que se eternizan por medio de sus páginas. Apostemos, pues, por ese signo esperanzador de un futuro cierto. ¿Cuáles son los libros de Camilo José Cela que no habrán de morir nunca? ¿Los del vagabundo o los amparados bajo el escudo nobiliario? ¿Los que se escribieron en las épocas de estrecheces o los que derivaron del Premio Nobel? ¿Los que salían de los caminos y los bosques o los que fueron goteando desde las entrañas de la jaula de oro, cerrada a cal y canto con unos barrotes que dejaban fuera a sus amigos de antaño? Se admiten apuestas, aunque ni el mayor tahúr del mundo se atrevería a aceptarlas sin que se le cayera la cara de vergüenza. Apostar es, en ese terreno, como dispararle a un pajarillo detenido en el suelo porque se ha quebrado un ala.

© Temas de Hoy.He llamado 'años oscuros' a aquellos en los que mi padre, tras el divorcio primero y la anulación después del matrimonio religioso con mi madre, se mudó a Guadalajara, y a Madrid más tarde, cambiando de vida y hasta de forma de ser. Son oscuros sólo para mí y para los amigos innumerables que dejó en el camino, amarrados a su primera etapa. En realidad, mi padre no fue nunca tan visible y notorio como en sus últimos años, personaje permanente de la jet set y huésped continuo de la prensa rosa. Pero al mismo tiempo esa vertiente pública se completaba con otra particular, privada, en la que a su mundo sólo se tenía acceso -Dios sabrá por qué razón- conociendo la palabra clave. Nunca me interesé por los rituales que permitían hacerse con ella, quizá porque mi sentido de la dignidad era el que mi padre me había enseñado, a sangre y fuego a veces, durante toda su vida anterior.

Mi padre volvió a Palma en muy raras ocasiones desde entonces. Cuando nació su nieta Camila. En ocasión del bautizo de la niña. Para recibir algún homenaje aislado, y se acabó. Mallorca, como quedó patente a la muerte de mi padre, fue borrada con meticuloso afán de su vida y, a la manera de una operación más de ésas que tantas veces han intentado reescribir la historia, desaparecieron de ella personas, lugares, recuerdos y afectos.

El nacimiento de Camila fue entre todas las pocas ocasiones para la vuelta a la isla, creo, la que se justificó de forma más espontánea. Ya al quedar embarazada Gisèle, y mientras guardaba cama por prescripción facultativa, mi padre, vecino aún de La Bonanova, se había acercado, feliz, a nuestra casa a verla.

-Si nace un niño, le doy un millón de dólares.

-¿Y si es una niña? -le preguntó, con muy poca guasa suiza mi mujer.

Mi padre se quedó pensativo, pero no por mucho tiempo.

-Si es una niña, la admitiremos en la familia. (...)

Poco después de esa visita vino la marcha de Mallorca y la transformación, lenta primero y mucho más rápida después. El crepúsculo cuando avanza la noche se comporta de una manera muy semejante.

Me cuesta muchísimo reconocer a mi padre en el personaje de las fotos de los años oscuros. Le veía disfrazado con chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, como si fuera carnaval y quisiera ir de almirante, o llevando unos bombachos color beis y calcetines a cuadros. Le veía con un gato en brazos, cuando antes la única relación que tuvo con esos pobres animales fue la de sus perros bóxer persiguiéndolos. Leía que ponían en su boca expresiones un tanto ñoñas, de aquellas que CJC me había enseñado que no debían jamás ni insinuarse, y menos aún en público. Cambió de gustos, pues, y de forma de pensar. Cruzó el abanico de las ideologías para instalarse en el extremo opuesto. Se introdujo en círculos de amistades formados por aquellas personas a las que el CJC de antes apenas hubiera atendido más allá de un segundo. Pero lo hizo, y eso basta; de acuerdo con las reglas de juego que me legó, no cabe ni el juicio, ni la crítica, ni el reproche, porque cada cual es libre de llevar su vida hacia donde le plazca. Puede que esos cambios fuesen el resultado de una carrera hacia delante que una persona de tanto amor propio como mi padre no podía detener, so pena de aceptar que se había equivocado. Puede que, muy al contrario, fuera esa vida la que quiso vivir de veras y hasta las últimas consecuencias, porque mi padre no hacía nunca nada a medias. Puede que influyese, quién sabe, el que Camilo José Cela estuvo muy cerca de morir en el año 1988 y entendió que se le regalaba una nueva oportunidad para ser vivida con todas sus consecuencias.

A vida o muerte

En la primavera del año anterior al Premio Nobel, mientras Fernando Corugedo, Emiliano Piedra y mi padre discutían en la casa de La Bonanova cómo adaptar El Quijote a la televisión, CJC se sintió enfermo. De ahí pasó al quirófano casi de inmediato, luego de que José Caubet, uno de sus amigos más íntimos, consultase con Alfonso Ballesteros -amigo también y médico de cabecera, en el sentido más estricto del término, de la familia- y el cirujano Miguel Llobera -¿habrá que repetir que se trataba de un amigo más de los que quedaron por el camino en los años oscuros?-, cuáles eran las miasmas que le rondaban por las entrañas a mi padre. Los síntomas eran pésimos. El doctor Llobera me lo soltó de sopetón y sin disfraz alguno en el vestíbulo de la casa de La Bonanova, lejos del cuarto desde el que mis padres podían oírle: 'Todo apunta al cáncer'.

Una primera operación rebajó -aleluya- el diagnóstico al de divertículos intestinales. Pero mi padre no se recuperaba; muy al contrario, los dolores, la fiebre y el malestar iban en aumento.

En el otoño de ese mismo año, creo recordar que fue en noviembre, la enfermedad había llegado tan lejos que mi padre se puso en manos de otro de los amigos de siempre, José Luis Barros, el cirujano que le había disputado nada menos que al marqués de Villaverde, el yerno de Franco, un cargo muy prestigioso. (...).

Cuando Barros examinó a mi padre se quedó preocupadísimo. La operación era imprescindible, pero tenía que hacerse estando CJC en unas condiciones de salud pésimas y sin tiempo disponible para recuperarlo. En la víspera, José Luis Barros me pidió que fuera a verle a su casa. Me recibió con una elegantísima chaqueta de lana de cachemira (era todo un señor que no podía borrar el gesto de angustia de su cara). Me llevó a su biblioteca y allí, al amparo de los libros, me lo dijo sin más preámbulos.

-Lo más probable es que tu padre no salga vivo del quirófano.

¿Qué cabe replicar cuando uno oye algo así? Mi reacción fue estúpida. Dije que no, que debía haber algún error, que eso no podía ser posible, que mi padre era toda una fuerza de la naturaleza. José Luis me miró con lástima.

-Sus pulmones están casi inutilizados. Menos mal que le hice una radiografía de tórax. Es un disparate operarle, pero no podemos perder ni un solo día más porque el riesgo de peritonitis es muy alto. Es muy posible que se muera de todas formas.

No me atreví a decírselo a mi madre, que se había trasladado conmigo hasta Madrid para estar con CJC en los momentos más difíciles, pero tampoco era cosa de ocultarle lo que parecía inevitable. Opté por echar mano de mi época de ingeniero y acudir a los números, que todo lo confunden. Le dije que había unas probabilidades del 50% de que se salvase. (...)

Barros me pidió que no me moviese de la puerta del quirófano mientras operaba a mi padre, que entró allí con la cara de un color gris ceniza jamás visto antes en quien era todo empuje, todo vida. Cosa de una hora más tarde el cirujano me pasó un bote de vidrio metido dentro de una bolsa de plástico. Contenía una muestra del tejido enfermo del intestino de mi padre. En la clínica de la calle de Juan Bravo no disponían de los medios precisos para analizarlo y yo tenía que cruzar Madrid hasta un hospital más grande en busca de un departamento con laboratorios capaces de lograr un diagnóstico rápido. Mi padre iba a permanecer con el vientre abierto en la mesa de operaciones entre tanto.

Es una pesadilla que vuelve a veces: el recuerdo de mis prisas angustiadas recorriendo Madrid en una noche de lluvia, la imposibilidad de encontrar un aparcamiento a mano, la llegada a la sala de urgencias en la que, a cada instante, acudía una ambulancia -un navajazo, un accidente de tráfico, una sobredosis- y donde nadie sabía darme razón del médico que yo buscaba. Resultó estar en el departamento de necrología. ¡Vaya augurio! Media hora más tarde, con la noticia magnífica de que no había tumor alguno en la muestra, me resultó dificilísimo dar con un teléfono, y al toparme con él representé toda la secuencia de la histeria: los duros no entraban, la línea no sonaba, los dedos no acertaban a marcar el número escrito en el papel, que apenas veía en la penumbra. Pero la moneda en el aire había caído del lado de la absolución, al menos momentánea.

Tara heredada

No me arrepiento de mis nervios y de mi poca serenidad en aquella noche. No puedo: se trata también de una tara heredada. Cuando en los años cincuenta, ya en Mallorca, mi madre sufrió un colapso que la llevó al borde del cementerio, la reacción de CJC fue la de encerrarse bajo llave en el enorme cuarto de baño de la casa de José Villalonga y ponerse allí a dar vueltas, una tras otra, mientras Charo yacía en el suelo de su cuarto.

Tras la operación a cara o cruz de CJC siguió a lo largo de semanas la recuperación del enfermo, con su cuerpo machacado por dos operaciones en pocos meses y unos pulmones apenas capaces de oxigenar la sangre. José Luis Barros fue, una vez más, claro y terminante.

-El riesgo continúa. (...)

Ahí me quedé, pues, de enfermero a la fuerza con el enfermo peor que pueda imaginarse. Todos los días, por la mañana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras él me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permitía. Los enormes dolores que le producía el caminar no le apagaban la voz. Se lamentaba de haberme engendrado, de que yo no estuviese ejerciendo de ingeniero en Siberia, de haberse dejado olvidada su bayoneta en Palma... (...)

Mi madre no estuvo de continuo junto a la cama de convaleciente de mi padre. Se retiraba todos los días durante un rato para que ocupase su lugar otra persona. Después, al ser CJC dado de alta, mi madre volvió a La Bonanova sola, en silencio y sin una palabra de reproche. Jamás salió de su boca ningún juicio adverso ni el más mínimo signo de condena. Los muchos golpes que siguieron los vivió callada, guardándose para sí sus pensamientos de los más de cuarenta años de su vida con CJC. Sólo en una ocasión, bajo el acoso de un miserable que se coló en su casa porque un idiota -yo- le dejó pasar bajo la promesa de que sólo quería saludar a quien era una antigua amiga suya, salieron a la luz unas palabras en las que mi madre se permitió bajar la guardia, confesando o quizá imaginando que las infidelidades fueron en su matrimonio lugar común. Por una vez le ganó el orgullo de mujer abandonada.

Después, el silencio. Silencio de ella al que debo yo hacer justicia ahora con mi propia mudez. Los años oscuros deben permanecer así, en la penumbra en que se mantuvieron hasta el día 17 de enero de 2002, el día en que cumplía yo cincuenta y seis años. El día en que se murió mi padre.

(...) La tarde anterior, mi tío Jorge y mi tía Maruxa me habían advertido ya acerca de que la muerte de mi padre era inminente, pero no es posible estar preparado para recibir una noticia así. La necesidad de agarrarse a la esperanza nos había llevado a Jorge y a mí a tramar un plan de rocambolesca conspiración: en cuanto mi padre se recuperase un poco, lo bastante como para recobrar la consciencia, Jorge iba a colar a mi hija Camila en su habitación. Decía mi tío que nadie habría de reconocerla; seguro que lograba llevarla hasta delante de su abuelo. No hubo tiempo. Horas después de tramar el plan, mi padre decía basta.

El entierro

El ataúd no es de madera de boj, pero pesa como si lo fuese, como si hubiera de hundirse hasta el fondo en las aguas de la mar terrible de la Costa de la Muerte. Más de una vez, en el trayecto que va desde el altar de la colegiata de Iria Flavia hasta el cementerio, al pie del olivo donde mi padre eligió yacer para siempre, las fuerzas flaquean, aunque en el último momento un ángel acude arrimando el hombro para ahuyentar la catástrofe.

El orvallo cae empapando tumbas, losas, árboles y gentes con la mansedumbre que le sirve de telón de fondo a la Mazurca para dos muertos. Dicen que había ministros allí, aunque yo apenas los viese. Uno de ellos -no era Federico Trillo, ni tampoco Pilar del Castillo- o quizá uno de sus acompañantes refunfuña porque teme que la caladura se vuelva pulmonía al cabo. Pero eso no le preocupa a las gentes del pueblo de Padrón, mudas y quietas, que llevan horas de pie bajo la lluvia para darle el último adiós a CJC, al niño aquel que salió de Iria con muy pocos años y a su vuelta llevaba el zurrón lleno de premios y los estantes repletos de las ediciones de sus libros (...).

La luz perdida todo el día entre la neblina desaparece con el último sol, que más allá de los campos besa el horizonte al mismo ritmo en que el ataúd entra en la tumba. De pronto, el sacerdote que ha oficiado el funeral, el padre Xosé Isorna, detiene a los sepultureros. Hay un clavel blanco, solitario, abandonado sobre la caja mortuoria. El sacerdote lo coge, nos mira, viene hacia mí, me abraza y me lo da. (...)

Aquella tarde estaban en Iria amigos muy cercanos -Miquel Roca, Llorenç Huguet, Margalida Gili, venidos desde Palma; Paco Martínez y su mujer, Ester, de Madrid; Salvador Maresca, de Barcelona, que ayudaron a Gisèle, mi mujer, a mantenerme firme en los momentos más difíciles de todos. (...). El intento de impedirme que entrase, primero, en la fundación CJC, y luego, en la iglesia. La ausencia de mi nombre entre las etiquetas que indicaban los lugares asignados a la familia. El sofoco de la jefa de protocolo reclamándome que me fuese de allí, que yo no figuraba en la lista. La firmeza de Gisèle al decir que de ahí no me movía nadie. (...).

En los días que siguieron a su muerte fueron muchos los que me pidieron que hiciese una semblanza de mi padre. Este libro renovado es una buena respuesta. Si hubiera que resumirlo, a título de conclusión, cabría decir que hubo diversos Camilo José Cela metidos en el cuerpo de uno único, distintos Cela ocultos bajo un mismo ropaje. De mi padre se ha dicho que era altivo y humilde, desconsiderado y atento, cruel y tierno, agresivo y pacífico. Todos esos CJC existieron con certeza y costaría mucho trabajo separarlos, porque no existe prisma alguno capaz de descomponer la naturaleza humana en sus colores elementales. Para mí, sin embargo, hubo un solo Camilo José Cela: mi padre. Lo fue en los momentos buenos y en los malos, en los días de euforia y en los de la mayor amargura, cuando estábamos juntos y cuando nos separamos. En cierto modo, el Camilo José Cela que yo conocía, aquél con el que conviví durante más de cuarenta años, murió en la mesa de operaciones; José Luis Barros no pudo salvarle. El que quedó vivo se transformó hasta perder en apariencia todo lo de aquel vagabundo pobre y sucio que se pateó Castilla entera, y el Pirineo, y las tierras andaluzas, y los montes de Galicia, para dar fe de unas gentes sencillas y entrañables, de unos hombres, unas mujeres y unos niños que se convirtieron, lo quisieran o no, en sus personajes.

Es oportuna una semblanza final, un remate apto para lectores perezosos. Pero, ¿qué puedes decir de tu padre muerto, cuando son selvas enteras de tinta, de papel, de celuloide, las que se acumularon desde la mañana aquella en que Camilo José Cela pasó a la historia de forma definitiva esta vez? En Oficio de tinieblas, la novela que escribió mi padre sepultado dentro de un cajón de tela negra que le ocultaba cuanta imagen existiese a su alcance, puede leerse una mónada estremecedora, la que lleva el número 538. En ella dice Camilo José Cela lo que sigue: 'No aplaudas la resplandecedora turba de los sepultureros borrachos de ginebra en su desfile bien ensayado / no añadas resplandor al resplandor ni sumes turbiedad a la turbiedad / la historia no empieza a una señal como las carreras de caballos'. (...)

Hagamos acto de fe -Camilo José Cela fue un escritor que sobrevivirá a las cenizas de los fastos-, de esperanza -a CJC le leerán a lo largo de varios de los siglos venideros- y de caridad -ninguno de los lectores de entonces tendrá por qué cargar con el personaje artificioso, con el muñeco irreconocible en que lo convirtieron, con firme voluntad y propósitos nada ocultos, aquéllos a los que los dioses (confío) habrán cegado ya. (...)

Cuarenta años más tarde al vagabundo lo corona el rey de Suecia con los laureles más preciados que existen en el mundo de la literatura. No lleva ya la mochila, ni la boina, ni la bota a la cintura. Ha desaparecido la bayoneta rescatada de las trincheras de la guerra civil y también la bolsa con el pedernal y la yesca para encender los pitillos liados a mano. Ni atisbo queda de las botas aquellas de las siete leguas que cruzaron España toda, desde los Pirineos a las costas cercanas a África. Miremos con cuidado las fotografías, sólo aparece en ellas un leve detalle de inconformismo: la pajarita negra allí donde el protocolo impone una blanca. Pero ni siquiera eso es signo de desafío; supone sólo el testimonio del privilegio porque la Real Academia Española concede la bula de la corbata enlutada. ¿Es pese a todo el mismo escritor de siempre? Cuando buscas la respuesta a una pregunta así se debe mirar a los ojos. Yo, en aquel instante, lo intenté, pero no pude encontrarlos.

Los premios avanzan. El Príncipe de Asturias. El Cervantes. Incluso alguno de aquellos a los que el vagabundo de siempre no aludía si no era con el desprecio colgado de sus palabras. ¡Qué sorpresa! ¿Puede cambiar tanto un hombre? ¿Tan grandes llegan a ser sus vaivenes? ¿Tan estremecedora la vuelta del revés de sus ropajes?

La fe se agota. Intentemos con la esperanza.

El inmortal

Quiere el tópico que los escritores sean inmortales en la medida en que se eternizan por medio de sus páginas. Apostemos, pues, por ese signo esperanzador de un futuro cierto. ¿Cuáles son los libros de Camilo José Cela que no habrán de morir nunca? ¿Los del vagabundo o los amparados bajo el escudo nobiliario? ¿Los que se escribieron en las épocas de estrecheces o los que derivaron del Premio Nobel? ¿Los que salían de los caminos y los bosques o los que fueron goteando desde las entrañas de la jaula de oro, cerrada a cal y canto con unos barrotes que dejaban fuera a sus amigos de antaño? Se admiten apuestas, aunque ni el mayor tahúr del mundo se atrevería a aceptarlas sin que se le cayera la cara de vergüenza. Apostar es, en ese terreno, como dispararle a un pajarillo detenido en el suelo porque se ha quebrado un ala.

© Temas de Hoy.

Camilo José Cela Conde, ante el féretro de su padre, en la capilla ardiente que se instaló en la clínica Centro de Madrid.
Camilo José Cela Conde, ante el féretro de su padre, en la capilla ardiente que se instaló en la clínica Centro de Madrid.BERNARDO PÉREZ

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