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LA CRÓNICA
Columna
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La lluvia de Figuerola

El tópico dice que la historia da muchas vueltas. Es decir: que puede ser lenta pero acaba siendo justa. Tardará ella lo que tarde, pero los hechos y los personajes encontrarán el lugar que les corresponde. Se trata de un tópico optimista y rosado que la prosaica realidad desmiente incansable. Aunque de vez en cuando se produce una excepción y el tópico de la justicia histórica resplandece. Esto es lo que puede estar sucediendo con la figura de Laureà Figuerola i Ballester, el creador de la peseta. Un personaje interesantísimo que ha pasado muchos años en el infierno de la desmemoria: considerado por la rimbombante españolidad como un liberal sospechoso o prescindible, y por el nacionalismo catalán como el clásico vendepatrias que se marchó a Madrid a defender el Estado en contra de los intereses de Cataluña. La muerte de la peseta ha permitido a nuestro personaje regresar del túnel del tiempo por la vía de la anécdota. Y como sea que, por circunstancias familiares, sus restos están enterrados en el cementerio de Girona, en esta ciudad se realizó un acto para rescatar su figura de la anécdota y situarla a la altura que merece. Un acto que tuvo lugar el pasado 28 de febrero, fecha cargada de un casual simbolismo numérico: aquel día, como saben, murió la peseta, y exactamente 99 años antes, el 28 de febrero de 1901, había muerto su creador.

El pasado 28 de febrero despedimos a la peseta. Hace 99 años murió su creador, Laureà Figuerola, enterrado en Girona

Fue un homenaje en dos tiempos. En primer lugar, en el salón de plenos del Ayuntamiento, Antón Costas, catedrático de Economía Aplicada de la UB y colaborador de este diario, realizó una semblaza del personaje. Los lectores de El PAÍS conocen las virtudes de Antón Costas: verbo claro, impecable lógica argumental, lucidez interpretativa y sentido pedagógico del discurso. Costas no tiende al barroco y divertido anecdotismo de su maestro Fabià Estapé, pero demostró ser un excelente contador de historias y un eficaz conquistador de auditorios. Los profanos de la economía podíamos temer una semblanza erudita, repleta de tecnicismos. Pero el conferenciante nos regaló una deliciosa reconstrucción de la faceta humana de Figuerola, que emergió del pasado con gran viveza. Lo describió como un tipo de carácter: íntegro, de una sola pieza, con voluntad de hierro, que se enfrentó vigorosamente a la tradición económica y política de su tiempo armado de un estricto fundamento moral e intelectual y de una obstinada pasión reformista. Amigos y enemigos reconocieron su enorme capacidad y su fenomenal musculatura de reformador.

Podría creerse que los méritos de Figuerola se concentran en sus cortos años de ministro en Madrid: en los años progresistas de Serrano y Prim (1868-1870). Las reformas que impulsó desde el Ministerio de Hacienda bastarían, en efecto, para considerarle uno de los padres fundadores del Estado español moderno. No sólo batalló para unificar la moneda: impulsó reformas universitarias, arancelarias y económicas de gran calibre. Pero Figuerola destacó mucho antes y siguió destacando después. En campos muy diversos. Fue un pedagogo innovador y colaboró en la primera ordenación de la enseñanaza primaria y secundaria. Fue un promotor entusiasta del libre comercio y se enfrentó a los burgueses catalanes proteccionistas que temían la competencia exterior. Creía que el proteccionismo no era un alivio, sino un corsé, para Cataluña. Y el tiempo le dio la razón, a pesar de que todavía los tópicos históricos catalanes lo niegan: gracias al libre comercio la industria catalana creció espectacularmente. El librecambismo ayudó a hinchar las velas de la industria catalana, en lugar de frenarlas como victimariamente se afirma.

Visionario de la civilización maquinista que emergía en Europa, se enfrentó Figuerola asimismo a los obreros que en los inicios de la era industrial las combatían ferozmente. Se enfrentó Figuerola a todos los sectores que frenaban el alumbramiento de la nueva sociedad: a Isabel II, por ejemplo. Su intervención en las Cortes sobre las joyas de la Corona elevó al máximo el listón de la libertad de crítica.

Una infancia sufriente y recluida ayudó a fraguar su carácter. De la misma manera que Calaf, su pueblo natal, sitiado por los carlistas, le situó en el campo ideológico del liberalismo progresista. Un tipo de los viejos tiempos, pensé mientras Antón Costas lo retrataba. Un tipo de cuando el mundo era claro y los territorios ideológicos y morales estaban perfectamente delimitados. Siguiendo a Richard Cobden, apóstol del liberalismo manchesteriano, Figuerola propagó fervorosamente las virtudes de la nueva civilización: el librecambio y las nuevas máquinas permitirían eliminar la incultura, enfrentarse a los problemas sociales y superar los privilegios feudales del viejo mundo que entraba en el ocaso. Eran tiempos de gran esperanza y claridad. Muy diferentes de los brumosos y confusos tiempos actuales, en los que la libertad de comercio arrasa tres cuartas partes de la humanidad, la libertad de crítica se convierte generalmente en televisión basura y renacen muchos conflictos religiosos, polícos y culturales del medievo.

Después, los asistentes a la conferencia nos trasladamos al cementerio y, bajo un cielo plomizo que sin embargo no llegó a descargar el agua deseada, contemplamos la tumba del prócer liberal, enterrado junto a su esposa, Teresa Barrau. Esta mujer era viuda de Pablo Bosch, gran amigo de Figuerola. Los Bosch y los Barrau fueron protagonistas de la industrialización de Girona. Laureano se casó con la viuda de su amigo. Y los tres descansan en un túmulo neogótico, de mármol amarillento y gastado. Figuerola ha pasado una larga temporada en el infierno nacional catalán. Emerge ahora de su túmulo romántico: íntegro, liberal, estudioso, tenaz, inconformista. Una lluvia de virtudes que se echan de menos, sin duda, en nuestro reseco solar.

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