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Columna
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Lealtades

Josep Ramoneda

Sostiene Rodríguez Zapatero que sus posibilidades electorales dependen de dos factores: de su autoridad sobre el partido y de su capacidad para definir un proyecto de alternativa. Zapatero piensa que en este momento la ciudadanía le da peor nota por lo primero, su dominio del partido, que por lo segundo, su perfil como alternativa. O, por lo menos, así se interpretan en el entorno del secretario general socialista los sondeos que les llegan. De ser cierta esta apreciación, el episodio del cambio de voto en el Parlamento europeo sobre el Plan Hidrológico que se ha saldado con la revuelta de tres diputados catalanes que han votado contra la posición del grupo parlamentario, perjudica a Zapatero porque aumenta las dudas sobre su capacidad -reiteradamente cuestionada por el Gobierno del PP- para tener el partido socialista en un puño.

En términos de imagen, también para Pasqual Maragall tiene algunos costes lo ocurrido. En los últimos tiempos empezaba a cundir la idea de que Maragall gozaba de cierta autoridad en el PSOE, lo cual permitía suponer que siempre encontraría en Ferraz apoyo y ayuda a las pretensiones de los socialistas catalanes. Al primer envite, el agua del Ebro se ha llevado por delante el espejismo. Y Maragall o, mejor dicho, los socialistas catalanes, porque la intervención de Montilla fue decisiva, han tenido que jugar fuerte: dar vía libre a sus diputados para votar en discrepancia con el PSOE. De otro modo, lo habrían tenido difícil en las tierras del Ebro. Es decir, los socialistas han tenido que hacer deslizar su imagen desde la influencia sobre el PSOE hasta la autonomía de decisión para salvar un trance delicado.

Sin embargo, los problemas de imagen que Zapatero y Maragall puedan sufrir en este caso no deberían hacer perder de vista la realidad. España es un país plural y notablemente descentralizado, con autonomías que tienen y pueden tener intereses contradictorios. Ante esta constatación pretender que los partidos de ámbito estatal sean monolíticos forma parte de un cierto arcaísmo (imputable a las querencias autoritarias de este país) que confunde la discrepancia con la pelea; y a un déficit en la práctica constitucional que, en la medida en que reduce la articulación política de España a los dos partidos mayoritarios, es una fuente de confusión entre lo institucional y lo partidario. Un presidente de comunidad autónoma se debe a sus ciudadanos antes que a su partido. Lo contrario es un efecto de la obsesión por vertebrar España a través de dos partidos, en vez de hacerlo por vías institucionales como, por ejemplo, el Senado.

Las resistencias a reformar la Constitución, a actualizarla conforme a la experiencia del Estado de las autonomías, harán cada vez más inevitables estos conflictos internos en los partidos. El PP, ya desde su protohistoria en AP, ha defendido siempre esta lectura de la Constitución que magnifica el papel de los partidos, y con Aznar se ha negado por principios -¿qué principios?- a cualquier reforma constitucional. Ya les va bien el autoritarismo democrático de partido, como se ha visto en su reciente congreso. Pueden parecer más raras, sin embargo, las resistencias convergentes a cambiar la Constitución. No son coyunturales, fruto de su dependencia parlamentaria del PP. CiU no ha querido nunca una cámara territorial, porque no quiere compartirla como una región más, por su modo aristocrático de entender la diferencia; porque Pujol siempre ha entendido la autonomía como un diálogo bilateral con el Gobierno español; porque debería negociar posiciones conjuntas con las demás fuerzas catalanas; y porque debilitaría sus argumentos sobre la dependencia española de los socialistas catalanes.

Mientras no haya instancias en las que se diriman las diferencias políticas entre territorios, sólo el autoritarismo puede evitar que en algunos puntos los partidos (ya sean unitarios o federados) tengan desacuerdos aparentemente inconciliables. En el PP no los hay porque están todavía en la cultura de la España una y porque nadie se atreve con el jefe, excepto Fraga, que no es precisamente un antiespañolista peligroso, pero que, sin embargo, se encuentra, a veces, con que los intereses de la Xunta no coinciden con la doctrina Aznar. La revuelta de los diputados catalanes del PSOE en el Parlamento Europeo puede interpretarse como una falta de autoridad de Zapatero, pero, en democracia se debería poder ver en ella una expresión de unas diferencias de intereses perfectamente legítimos. Desgraciadamente vamos poco sobrados de cultura democrática. Y cada vez que un partido, coalición o federación muestra desacuerdos salta la palabra crisis. Mala democracia construiremos, si castigamos la discrepancia y ensalzamos el 'ordeno y mando', que es lo que gusta a los dirigentes políticos (y reflejan espontáneamente los medios), con la coartada de que la ciudadanía lo quiere.

Lo que si es negativo para la imagen del PSOE es que parte del barullo lo han organizado desde Madrid por descoordinación e incompetencia, como han reconocido ellos mismos, incapaces de explicar el disparate de enmiendas y cambios de opinión en que se han metido, entre las presiones de algunos barones y el ataque de miedo a que el PP les tildara de desleales y poco patriotas. Muchas veces no hay mejor lealtad que la discrepancia.

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