Anatema
Los socialistas se enredaron en sus contradicciones. Los populares las aprovecharon con un oportunismo muy excitado. El Plan Hidrológico Nacional (PHN) sigue siendo un documento discutible y un proyecto tan gigantesco como peligroso. Tras la polémica que llevó al PSOE (aunque no al PSC) a abstenerse en Estrasburgo de señalar el español como uno de esos 'planes no sostenibles de gestión de recursos hídricos' por los que manifestó el Parlamento Europeo su 'profunda preocupación', se acrecientan los motivos de aprensión hacia una propuesta que no fue consensuada, que cosechó en su día la opinión negativa de los expertos y que ha movilizado la protesta de decenas de miles de personas en Aragón y Cataluña contra el trasvase del Ebro. Al violentar incluso las Cortes (sin la más mínima queja de su presidenta y con una intervención pasmosa del vicepresidente del Consell, José Joaquín Ripoll) para utilizar la Cámara autonómica como altavoz improvisado de la torpeza de José Luis Rodríguez Zapatero y de Joan Ignasi Pla, incapaces de coordinar la política del PSPV y del PSOE en este asunto, Zaplana y los suyos confirieron un peso al instinto depredador sobre la prudencia muy revelador del talante del partido que nos gobierna, cuyos portavoces han lanzado el anatema de que aquel que se oponga a cualquier obra hidráulica es, por definición, un enemigo del desarrollo y el bienestar futuro de los valencianos. La 'insensatez' que el presidente de la Generalitat atribuyó a la alternativa socialista en relación con el plan hidrológico hace un año, y que ha sido aparentemente ratificada por la inconsistencia del primer partido de la oposición al promover desde la caja de resonancia de la Unión Europea una firmeza en la impugnación del modelo del PP que estaba lejos de ser un hecho entre sus filas, se traslada al gobierno y a los populares gracias a la demagógica sacralización del trasvase como una panacea ante la opinión pública. Imponer el mito patriótico de la ingeniería sobre la cultura del uso racional de los recursos en el imaginario colectivo ofrece rentabilidad a corto plazo desde una perspectiva de partido, pero no deja de ser políticamente irresponsable.
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