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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Letras norteamericanas

Tuve la fortuna de recibir una educación bilingüe. De los cuatro a los once de mis años, viví con mis padres diplomáticos en Washington, DC, aunque cada verano lo pasara con mis abuelas en México, DF. En aquella época, no coincidían las vacaciones escolares norteamericanas (de julio a septiembre) con las mexicanas (de diciembre a febrero), de tal suerte que mis meses en México los pasaba, de nuevo, en escuelas chilangas, para no perder, insistía mi madre, el idioma español.

Confieso que las lecturas infantiles en Washington no me interesaban. Eran fábulas de un optimismo rosa, personificadas por Polyanna, La niña feliz. En cambio, en México desde niños leíamos las excitantes novelas de Salgari y Dumas. Las aventuras de Sandokán y D'Artagnan hacían soportable, por contraste, el obligado sentimentalismo de Corazón, diario de un niño, de Edmundo d'Amicis.

Incluso la fábrica de sueños -Hollywood- ha debido pasar por el tamiz crítico de Nathanael West y Norman Mailer

De mi larga escolaridad en Estados Unidos sólo retengo un autor: Mark Twain. Me interesaba más la excitación democrática del New Deal de Roosevelt y la fascinación en blanco y negro, transmutada en plata, del cine de Hollywood. Trasladados en plena guerra mundial a Chile y Argentina, pasé de un golpe a los clásicos castellanos, a Neruda y a Borges, a Sarmiento y a Reyes. Sólo de vuelta en México, a los 16 años, mi padre me estimuló para que leyera, en homenaje a mi infancia en Washington, la trilogía U. S. A. de John Dos Passos. Deslumbrado, ya no me detuve. Hemingway, Fitzgerald y, en la cumbre, Faulkner, fueron las lecturas voraces de mis años 16 a 19. A los 20 años, un relámpago me fulminó: Los sonámbulos, de Hermann Broch, y a partir de allí, la literatura europea.

Explico este periplo para llegar de nuevo a la literatura de Estados Unidos, con una mirada crítica reveladora. El país del optimismo de fundación, la única nación que inscribe el derecho a la felicidad en su Constitución, los USA del 'sueño americano', iban acompañados desde el principio por la pesadilla americana, la literatura crítica nugatoria de la 'inocencia' proclamada mil veces y perdida otras tantas...

Nathanael Hawthorne se quejaba de que, en su bondad pueblerina y su democracia ejemplar, Estados Unidos careciese de los paisajes y construcciones del romanticismo europeo y, muy concretamente, de la novela gótica... Pero el propio Hawthorne descubrió la semilla del mal en el puritanismo persecutorio de La letra escarlata y Edgar Alan Poe instaló el mal norteamericano, sin necesidad de escenarios europeos, en El corazón delator, la negación de los horizontes inmensos del lejano oeste y el destino manifiesto, sepultados en los féretros de la casa de Usher... Henry James, al cabo, ubicó el mal en la noche del alma, el olvido del otro, el revés de la trama. Y Herman Melville hizo explícita la unión de voluntad imperial y voluntad autodestructiva en la cacería de la ballena blanca, Moby Dick, por el enloquecido maniqueo protestante, el capitán Ajab...

Una literatura crítica que debió buscar la 'inocencia perdida' una y otra vez en un barril de amontillado, la vuelta de una tuerca, o la tabla salvadora del marino Ismael, sólo para descubrir que nunca hubo inocencia, pues no fueron actos 'inocentes' la cacería de brujas puritanas, ni la esclavitud de los negros, ni las matanzas de indios, ni las guerras contra México, y contra España... Aun la derrota del sur, guerra de hermanos, generó una gran literatura trágica -Faulkner-; la depresión económica, una literatura política -Steinbeck-, y el racismo, una literatura testimonial -Wright-.

De esta riqueza de experiencias nace la gran literatura moderna norteamericana como forma de la imaginación crítica de una sociedad demasiadas veces demasiado satisfecha de sí. Aun la fábrica de los sueños -Hollywood- ha debido pasar por el tamiz crítico de Nathanael West y Norman Mailer. Pero la literatura sin ilusiones, el límite del desencanto, tiene los nombres de callejones oscuros y avisos neón del género noir: Hammett, Chandler, Cain, Woolrich... Para ellos, las ilusiones no se perdieron, porque nunca existieron.

Acusada a veces de abstinencia política o moral en comparación con las literaturas de América Latina, Europa o África, la verdad es que la de Estados Unidos ha dado cuenta fiel, precisamente, de esa pasividad autocomplacida, del Babit de Sinclair Lewis a las sagas suburbanas de Richard Ford. Mas cuando las conciencias necesitan ser violentadas, no han faltado los William Styron, las Susan Sontag, las Joan Didion, los Arthur Miller, los E. L. Doctorow, para sonar la alarma.

Dejo constancia, más allá de estas consideraciones, de dos poderes permanentes de la literatura de Estados Unidos. Uno es la capacidad de re-elaborar la lengua hablada en términos literarios, del Huckleberry Finn de Mark Twain a la Canción del verdugo de Norman Mailer. La otra es la capacidad visual, de la visión panorámica de los grandes espacios de Melville, a la visión capturada, minuciosa, detallista, de Paul Auster, encerrado sin más compañía que sus ojos.

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