Silencio derretido
Como se apresura a advertir Cristóbal Serra, el aforismo es un género de naturaleza equívoca. Equívocas son las características que tan dificultosamente permiten distinguirlo. Y equívocas son también las razones que han contribuido a hacer de él un género tan grato a la modernidad.
Por aforismos se dan a menudo (basta recorrer, para comprobarlo, la muy personal selección de Cristóbal Serra) lo que más propiamente cabría nombrar como fragmentos filosóficos, instantáneas líricas, máximas, sentencias, epigramas, apuntes, notas, paradojas, humoradas, dichos, apóstrofes, lemas, donaires, pecios, caprichos, greguerías, cazurrerías, idioteces y ocurrencias de toda suerte. Para espulgar, de un campo semántico tan concurrido, las fórmulas menos pertinentes (algunas casi antónimas), convendría comprobar cuáles de ellas se atienen a dos de las condiciones que determinan la especificidad -y la superioridad, también- del aforismo frente a otros modismos de la brevedad.
La primera es su empecinado aislamiento. La naturaleza fragmentada tanto de la experiencia como del pensamiento modernos ha convertido en fragmento mismo en emblema de su expresión. Pero el fragmento remite a la totalidad de la que deriva, aun cuando se le oponga o la niegue. En tanto que el aforismo remite a algo muy distinto: remite a la multiplicidad. Su forma es siempre soberana, y cuando se manifiesta con perfección no ofrece asideros. No admite encadenamientos ni articulaciones. No consiente colaborar en la creación de ningún sistema, ni retórico (como la greguería, por ejemplo) ni moral (como la máxima); tampoco filosófico o sentimental. De ahí que deba ser contemplada siempre con reservas, si no con declarada aprensión, esa manía de espigar aforismos en la prosa de tal o cual autor. Es cierto que cabe hablar, en determinados casos, de 'prosa aforística', pero solo en un sentido más o menos figurativo. Pues el aforismo se resiste a ingresar en ningún cauce, en ninguna corriente: su sustancia es explosiva; su sentido, como su forma misma, relampagueante.
Y luego está el silencio. 'Aforismos de silencio derretido', escribe lacónicamente Elias Canetti en uno de sus apuntes. Y es un modo inmejorable de aludir al aspecto cosificado que tiene el aforismo bien resuelto: a su consistencia ineludible, a su inobjetabilidad retórica. Siguiendo al mismo Canetti, cabría sugerir que el aforismo no dice, sino nombra. Nombra ideas. Su palabra, rodeada de silencio, actúa contra el silencio desde el lado de la existencia. Pero su método no es desecar el lenguaje de las savias que lo invitan a crecer, sino dotarlo de la dureza y de la potencia germinal de la semilla.
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