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Columna
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Las convicciones

Envidio a las personas dogmáticas y de convicciones firmes, porque saben cambiar de opinión tajantemente y suelen cruzar a la orilla de la noche cuando aún no se ha cumplido el sol de su mañana. La seguridad pasa de la afirmación a la negación, y se abandona sin ningún tipo de matices lo que antes brillaba con absoluta contundencia en todas las sílabas y en todos los rincones de cada palabra. Las verdades firmes están siempre cantando su veredicto, que es una forma de cantar las cuarenta, como amigos muy mayores que han sabido conservar a través de los años su remilgada educación de niños de San Ildefonso y su silbato espiritual de padre prefecto. Es más de una cuestión de formas que de contenidos, porque las ideas dan más vueltas que las bolas de la lotería en su bombo, pero los modales son siempre lo mismo de puntuales, de previsibles, de repeinados. Identifican la perfección con una agenda sin tachaduras, con un jardín recién podado, con una mesa de trabajo maniáticamente ordenada, el teléfono a la derecha, los folios a la izquierda, los bolígrafos en su vaso, y ningún papel descontrolado. Agua para hoy y agua para mañana, sin una gota de vino. El proceso de la perfección, como las sábanas de los amores demasiado decentes, no tiene curvas, pero conduce de manera inevitable al aburrimiento por un camino que sustituye la seguridad con la monotonía y el hastío con el deseo íntimo de abrir la ventana y cambiar el aire. Por eso no resulta extraño que una persona formal se decida a hablar con sus convicciones formales y les explique que la historia se ha terminado.

¿Pero quién echa de la casa a un amigo inseguro y débil, por muy tarambana que sea? Mis convicciones han tenido siempre una salud tan mala, y un saldo tan precario, que no he encontrado todavía una ocasión oportuna para decirles que las abandono. Discuto con ellas, cambio la decoración, renuevo los armarios, me canso de verlas llegar tarde a casa, me indigno al encontrame cada mañana la botella medio vacía y los ceniceros sucios, me revienta que no echen una mano, que no frieguen los platos, que se encierren horas enteras en el cuarto de baño, que me dejen con la comida preparada y que corran de un modo tan descarado a lo suyo, sin tener jamás un detalle, sin acordarse nunca de mi cumpleaños. ¿Pero adónde van a ir? ¿Qué van a hacer si les quito la llave y les pido que se busquen otro imbécil que quiera mantenerlas? Mis convicciones siguen compartiendo piso conmigo porque nunca han tenido una fruta que llevarse a la boca y porque son como ese hermano impertinente y enfermo que hay en todas las familias numerosas. No se sabe bien por qué, pero algunos héroes de la fraternidad nacen con el derecho a importunar, a depender de los demás, a cometer atropellos justificados sólo por la propia debilidad, a exigir que les cuiden, a convertirse en peligrosísimos seres adorables. Consiguen hacer de la simpatía natural un arte de la seducción y de sus miserias un salvoconducto sentimental para la impunidad. Hay gentes tan seguras de sus convicciones que pueden traicionarlas sin mala conciencia. Las mías son tan débiles que nunca voy a quitármelas de encima.

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