Multiculturalismo e islamofobia
Hemos pasado de un discurso políticamente correcto sobre la construcción de sociedades multiculturales, en el que prácticamente todo el mundo se veía obligado a decir que la diversidad cultural es una realidad inevitable y positiva, a pronunciamientos categóricos sobre los males de la multiculturalidad y la amenaza que supone para nuestros valores. En uno y otro caso ha faltado reflexión y debate profundo al respecto. La cuestión está, como decía muy bien Iñaki Gabilondo recientemente, en que nos lanzamos a hablar antes que a pensar, y, añado yo, esto ocurre de manera sistemática cuando se cruza el islam de por medio. Porque, seamos sinceros, la cuestión cultural sólo emerge y ocupa la primera fila de nuestro debate social cuando se trata de musulmanes. Entonces se abre la caja de Pandora, el profundo rechazo que existe contra el universo islámico se desata y el proceso se convierte en una satanización social de los musulmanes en el que todos opinan y pocos piensan racionalmente y con conocimiento real.
Y esto ocurre cuando en realidad el debate es otro. Primero, plantearse seriamente qué queremos decir con integración, porque muchas veces, cuando la cuestión cultural emerge, es el instrumento para ocultar otras deficiencias sociales y laborales mucho más importantes. Por eso, que nadie pretenda convencernos de que por ser cristiano o católico se resuelve mejor la cuestión de la integración de los inmigrantes, eso es un discurso ideológico al servicio de la islamofobia; o que sean los inmigrantes los que amenazan nuestro laicismo, cuando éste, en realidad, en nuestro país es muy imperfecto.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que la cuestión de la multiculturalidad tiene múltiples vertientes que proceden de una variedad enorme de comunidades nuevas procedentes de muchas geografías con universos culturales y mentales diferentes que nos llevan inevitablemente a un proceso de transformación y adecuación mutua, lo cual no es, en efecto, fácil. Pero no lo estamos pensando globalmente, sólo improvisamos (¡y de qué manera!) cuando surge la visibilidad que más nos molesta: la islámica, dando a entender de manera irresponsable que esos complicados reajustes son exclusivos de los inmigrantes que proceden de ese mundo, cuando sabemos perfectamente que no es así, que nuevos símbolos culturales, concepciones patriarcales y problemas generacionales se dan también en las otras comunidades instaladas en nuestro país (y, desde luego, también en las nuestras). Pero sólo a los musulmanes les exigimos un visado de perfección. A los musulmanes se les exige siempre presentar sus credenciales democráticas para probar que pueden ser integrados en la sociedad, en vez de ser al contrario, como hacemos con los demás: que su comportamiento muestre que no pueden serlo.
Y en este sentido hay que decir que la cuestión del pañuelo que ha surgido recientemente responde más a nuestros fetiches anti-islámicos que a un problema de integración. La asociación marroquí ATIME, nada sospechosa de islamista, sino, por el contrario, en una órbita muy secularizada, ha explicado insistentemente que el pañuelo es un signo de identidad cultural, no de un proselitismo islámico partidario de la discriminación de la mujer. No estamos ante el velo que cubre el rostro de la mujer porque la quiere usurpar su individualidad en el espacio público. Nos negamos a entender el carácter multidimensional del velo en el mundo musulmán porque sólo aceptamos la interpretación inequívoca que nosotros hemos hecho de él. Mujeres que a ojos de las sociedades europeas y occidentales en general son simplemente 'víctimas de la violencia machista del islam, o del integrismo islámico', no quieren ser vistas bajo otros prismas y menos aún como víctimas de la incomprensión occidental que les impide usar ese símbolo de identidad musulmana.
Nadie pretende ocultar que existen desafíos y reestructuraciones complejas, pero hay que afrontarlas conociendo bien nuestra realidad y la realidad de los que vienen de fuera.
Con respecto a nuestra realidad, hay que comenzar diciendo que si no nos desprendemos de nuestros prejuicios y atavismos anti-islámicos no vamos a ser capaces de resolver positivamente dichos desafíos. Esto no es nuevo, pero desde el 11 de septiembre se han reforzado nuestros recelos hacia el mundo musulmán de manera alarmante y los grandes perdedores de esta situación son los musulmanes que viven en nuestro llamado mundo occidental (de ahí que se haya roto la frontera y muchos se atrevan a defender que 'no queremos multiculturalismo', sin parecer darse cuenta de la inadmisible traición a los principios democráticos que ello supone).
La cuestión está en que tenemos que ser conscientes de que existe un arraigado y perverso 'paradigma cultural consensuado' en las sociedades occidentales con respecto a las sociedades árabes y musulmanas que se basa en falaces criterios esencialistas: como una cultura cerrada, inmodificable en sus aspectos fundamentales, lo que desemboca en una visión de cultura inferior o atrasada (portadora de tradicionalismo inmutable, irracionalidad, agresividad) determinada a ese destino sin solución. Y, por tanto, la diversidad cultural es siempre interpretada en negativo. No obstante, no somos conscientes de las contradicciones en que caemos, e incluso la responsabilidad compartida que tenemos con respecto a la perpetuación de interpretaciones islámicas retrógradas, que, desde luego, existen en el mundo musulmán.
¿Nos hemos parado a pensar que toda nuestra enorme preocupación y rechazo, legítimos por supuesto, hacia quienes representan versiones culturales retrógradas en el mundo musulmán nos limitamos a volcarlas injustamente en contra de los musulmanes que están en nuestro suelo cuando, sin embargo, no reaccionamos ni nos movilizamos ante la inaceptable situación actual que consiste en tener como aliados estratégicos en ese mundo musulmán a toda una serie de dictadores que violan diariamente los derechos humanos y son los principales responsables de que se impongan las versiones más ultratradicionalistas y patriarcales del islam? Son ellos, nuestros aliados protegidos desde Occidente, y ahora en esta 'lucha contra el terrorismo' más que nunca, quienes están asfixiando y aniquilando a los actores y grupos democráticos, tanto secularizados como reformistas islámicos capaces de modernizar la interpretación del islam. A nosotros nos repugna todo lo negativo que hay en el mundo musulmán desde nuestras posiciones esencialistas, que no quieren ver lo que realmente pasa allí y prefieren seguir pensando que es un mundo monolítico, retrasado y sin capacidad de transformación, y etnocéntricas porque nos permiten proclamarnos en los representantes universales de la civilización, cuando en realidad estamos contribuyendo a que la democracia, la libertad y el Estado de derecho no se desarrollen en esa parte del mundo.
Pero no sólo no ayudamos a poner las condiciones para que esa trágica situación mejore allí, sino que aquí, donde existe el espacio y la libertad suficientes para que esas transformaciones sociales puedan tener lugar entre los musulmanes, los estigmatizamos y les exigimos a priori que sean perfectos. No, no sólo perfectos, sino también que dejen de ser musulmanes.
Entendamos que lo realmente importante es la educación de las niñas, y que es la educación lo que marca la divisoria y el futuro de esa mujer, no el que quieran llevar un pañuelo en la cabeza. Y entendamos que para muchas mujeres musulmanas que se visten así voluntariamente el significado pueda ser el de un signo de identidad cultural y no su aceptación de la sumisión a los hombres. Los caminos de la transformación social son múltiples y no tienen por qué seguir los pasos que nos empecinamos en predestinar desde nuestra convicción de estar en la posesión de la verdad civilizacional. No hagamos noticia de todo lo que se presenta con denominación islámica, parémonos a pensar que, por el contrario, la consolidación de las segundas y terceras generaciones de musulmanes en Europa está motivando importantes transformaciones en la vivencia islámica de estos jóvenes (se sienten europeos, se asocian, reorientan su formación religiosa, redefinen las modalidades de sus actividades sociales...), pero que eso no significa que vayan a dejar de ser musulmanes, sino que pueden ser los musulmanes con mayor capacidad de modernizar el islam. Por ello, conozcamos al otro, no le prejuzguemos y no tratemos de interpretarlo siempre desde nuestros a priori, desde nuestra irresponsable ignorancia de la diversidad del mundo musulmán, porque podemos quebrar un proceso cargado de futuro.
Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid.
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